En un día cualquiera en Siria, un instante basta para dejar de existir. Un miembro de los Cascos Blancos ha sido testigo directo de la tragedia. Empiezan las carreras, avisa por radio a sus compañeros del nuevo bombardeo, mientras corre. Si hay población civil, los segundos se convierten en momentos que salvan una vida.
Casi sin aliento, consigue llegar al lugar de la explosión. Otro día y otro ataque. Entre miles de escombros, un niño que llora porque en Siria ya no hay tregua. De camino al hospital, los voluntarios se encuentran a un hombre, malherido, junto a su mujer, también les pide ayuda.
Y de repente, en medio de todo este horror, aparece alguien como Omran, un niño solo esperando a ser atenido, con su cara manchada de sangre y entonces todo parece tener sentido.
Ellos lo sabían, pero el mundo despierta. Es su trabajo, para el que nadie les preparó. Su particular pesadilla diaria que repiten valientes y agradecidos.
"Somos médicos, carpinteros, abogados. Todos nos hemos ofrecido voluntarios para el rescate", afirma Raed Al Saleh, director de Cascos blancos en Siria.
Y cuando bajas demasiado a la arena, puedes morir, porque nadie es inmortal en esta guerra, ni siquiera los héroes.
Son ya más de 3.000 voluntarios, distribuidos en 119 centros por todo Siria, ahora, para nosotros, candidatos a Premio Nobel de la Paz. Desde hace mucho tiempo, para ellos, el único resquicio de luz en un mundo especialmente oscuro.