Pocos autores han escrito tan profusamente sobre su desprecio por el trabajo. Hay ejemplos notables en los años de cartero de Henry Miller en su Trópico de Capricornio, las negativas del Bartleby de Melville, o más recientemente en el Diario de un peón de Thierry Metz. Franz Kafka fue capaz de capturar la esencia de un principio de siglo de dualidades, en el tono absurdo y asfixiante de su literatura.
El escritor padeció de trabajos abusivos, turnos maratonianos y jornadas que le alejaban de su verdadera pasión: la literatura.
Guerras y revoluciones aparte, el siglo XX fue asentando una dinámica imparable en torno al trabajo y la productividad. El escritor padeció de trabajos abusivos, periodos de prueba en turnos maratonianos y jornadas que, en definitiva, solo hacían por alejarle de su verdadera pasión: la literatura.
De los quebraderos de cabeza que le provocaba la rutina laboral fueron supurando historias, ambientes y personajes que pasarían a formar parte del imaginario kafkiano. Cien años después de su muerte, seguimos invocando al checo cuando observamos con horror que su relato y la realidad se acercan cada vez más, especialmente durante la jornada laboral.
Kafka, el becario
Con 24 años, el trabajo que el tío de Franz Kafka le consiguió en la empresa de seguros Assicurazioni Generali durante nueve meses, fue extenuante. Cobraba poco, con horas extras en un turno doble que aborreció con toda su alma. El empleado de 24 años languidecía en sus cartas a su por entonces compañera, Hedwig Weiler, describiendo cómo "devoraba las horas fuera de la oficina como una bestia feroz".
Había pasado algunos meses repasando un curso de italiano, saboreando la posibilidad de que su oficio le llevase, al menos, hasta las oficinas centrales de la aseguradora en Trieste. Sin embargo, solo los empleados de transportes eran enviados fuera. Su rama, la de seguros de vida, operaba de forma local. Adiós a la posibilidad de recorrer la costa del Adriático.
En las entradas de sus cuadernos solo describía como 'trabajo' aquel que desempeñaba lejos de pólizas e informes, entre las páginas que emborronaba durante las pocas horas que la compañía le devolvía de su propio tiempo. Cuando su jornada terminaba, corría hasta el hogar familiar, cenaba una sencilla combinación de verduras en su vegetarianismo convencido, y dedicaba toda la noche a la escritura.
Solo describía como 'trabajo' aquel que desempeñaba entre las páginas que emborronaba durante las pocas horas que la compañía le permitía
En ese tiempo conoció a Max Brod, quien se convertiría en testaferro de su literatura. La revista Hyperion había publicado uno de sus relatos por mediación de Brod, y su nombre empezaba a aparecer en publicaciones y semanarios. Kafka se veía cada vez más como un autor, no como un empleado de seguros. Soñaba con la conciliación, con la media jornada y con poder vivir de su propia literatura, o al menos vivir lo suficiente para poder seguir escribiendo.
En julio de 1908, cuando faltaban solo tres meses para que terminase su periodo de pruebas, se despidió para siempre de aquella oficina, aunque solo fuese para mudarse a otra nueva. De sus penurias en la sede de Generali de la Plaza Wenceslao de Praga guardó la amistad con su director, Ernst Eisner. Una relación forjada en el cariño compartido por la literatura. Un año después, en una carta, seguía describiendo su formación profesional a Eisner como "muy deficiente".
Máquinas enjauladas
Desde aquel primer trabajo pasó a ocupar un puesto de funcionario en el Instituto de Accidentes Laborales del reino de Bohemia. En los años siguientes los superiores del joven vieron un potencial latente en quien comprendía esta nueva tecnología mucho mejor que sus otros compañeros.
Reiner Stach apuntaba, en el prefacio a la biografía del autor (editada por Acantilado en 2016), a un artículo de la época que el checo pudo haber leído en un periódico local. Las maravillas de la aviación se desplegaban en un texto lleno de equívocos que hablaba de los primeros experimentos aéreos. La desinformación sobre la tecnología era algo generalizado en la época del escritor, impune y sin corrección en la mayoría de casos. Pero, ¿cómo influyeron estos errores en su literatura?
Kafka, a pesar de su educación en humanidades, poseía un profundo conocimiento tecnológico
El escritor trabajaba en una sección dedicada a recopilar informes que incluían términos técnicos referentes a maquinaria. El mundo empezaba a cambiar a pasos agigantados, volviéndose cada vez más complejo e incomprensible para muchos. Y Kafka, a pesar de su educación en humanidades, poseía un profundo conocimiento tecnológico que, para la época, chocaba con los informes periciales incompletos y trufados de errores que se afanaba en revisar.
Benno Wagner estudió en Kafka in context muchas de estas correcciones para relacionar el traqueteo absurdo que tomaba la realidad en su literatura con la ignorancia a la que hacía frente en los informes que revisaba.
Errores que arrojaban una física absurda e irreal, kafkiana, en una palabra, tan exasperante como inspiradora
En uno de ellos, por ejemplo, el dueño de un edificio aseguraba que su recién instalado ascensor era capaz de elevarse y descender sin maquinaria alguna. El hombre señalaba que incluso los cables que transportaban la energía al motor eran capaces de poner en funcionamiento el sistema casi por arte de magia, sin electricidad. Errores que, no solo complicaban el trabajo del joven Kafka, sino que también arrojaban una física absurda e irreal, kafkiana, en una palabra, tan exasperante como inspiradora.
Tras corregir Kafka los errores, el asegurado devolvió esa corrección declarando que la maquinaria del ascensor había sido "debidamente cerrada a personal y huéspedes", como si de un animal peligroso se tratase. Es ese simbolismo afilado y absurdo que el checo desarrolló en sus historias.
Cómo no cortarte los dedos
En varias cartas a amigos y compañeros, el escritor se quejaba de las "personas que caen de los andamios o dentro de las maquinarias", anotando: "Es como si todos estuviesen borrachos". En el norte de Bohemia los accidentes se sucedían constantemente en forma de tablones que vencían bajo el peso de los trabajadores y terraplenes que arrastraban obreros: "Hasta las chicas de las fábricas de vajilla no dejan de volar escaleras abajo con montañas de loza".
En aquellos años, el escritor se centró en intentar implantar sistemas de seguridad básicos. Desde cascos hasta barandillas o cuchillos de punta redondeada que redujeron drásticamente el número de accidentes. Tras las Primera Guerra Mundial, el número de personas mutiladas aumentó drásticamente, los trabajadores de las fábricas que supervisaba el escritor no paraban de perder falanges y miembros.
En 1909 redactó un informe en relación al uso de máquinas cepilladoras de madera y recogió distintos tipos de indemnizaciones según el número de falanges amputadas. Un estudio pionero que pretendía mejorar las condiciones de los obreros. En sus visitas periódicas a capataces y trabajadores, fue testigo de las diferencias de clase que aún imperaban entre la sociedad del antiguo Imperio Austrohúngaro.
Los poderosos exigían pagar menos por los miembros amputados y los accidentes de los obreros. Los dueños modificaban las listas de empleados, reduciendo su número para pagar menos a las empresas aseguradoras. Kafka escribió varios artículos en nombre de su departamento instando a los empleados a consultar si sus nombres estaban incluidos en las nóminas.
A Kafka le preocupaba más "un pedazo de pie o una cabeza arrancada" que el precio que debían asumir capataces y dueños
En los años 60, el alemán Claus Wagenbach recuperó uno de los informes de Kafka, emitido en 1920 sobre el estado de las factorías que visitaba. Allí describía el coste al que se enfrentaban los empleados, mucho mayor del que las tarifas de su empresa podían asumir.
Le preocupaba más "un pedazo de pie o una cabeza arrancada" que el precio que debían asumir capataces y dueños. Dichos textos llamaron la atención de la asociación estadounidense de riesgos laborales. Incluso recibió la medalla de oro de la American Safety Society hasta en tres ocasiones por su buen desempeño.
En un otro texto, editado en 2003, el investigador Peter Drucker llegó un paso más allá, apuntando a la relación entre el autor de El proceso y la invención del casco rígido. Aunque nunca se pudieron determinar las fuentes planteadas por Drucker, los informes que recuperó para dicha tarea, dan buena cuenta de la importancia que le otorgó a que otros pudiesen sobrevivir al trabajo, el mismo que había aborrecido toda su vida.