Sobrevivir a la Primera Guerra Mundial significaba, en ocasiones, librar una segunda batalla: la del estigma. Porque perder un miembro te convertía en héroe, pero perder la cara te convertía en un monstruo.
"Al regresar de la guerra, muchos de estos soldados desfigurados se aislaban del resto de la sociedad", cuenta la escritora e historiadora médica Lindsey Fitzharris en El reconstructor de caras.
"Las novias rompían el compromiso y los niños salían huyendo al ver al padre"
"La súbita transformación de "normal" a "desfigurado" no solo era un golpe para el paciente, sino también para sus amigos y familiares. Las novias rompían el compromiso y los niños salían huyendo al ver al padre".
Los llamados 'caras rotas', soldados desfigurados por la guerra, eran repudiados por la sociedad. Algunos, incluso, "víctimas del abatimiento y de la melancolía" decidían suicidarse. Solo unos pocos vivieron una segunda oportunidad: los que se cruzaron con el cirujano Harold Gillies.
El reconstructor de caras
En El reconstructor de caras, Fitzharris cuenta la increíble historia del padre de la cirugía plástica. Gillies, todo un visionario, fundó el Queen's Hospital en Discup, Inglaterra, uno de los primeros hospitales del mundo dedicados a la reconstrucción facial.
Como relata la autora, el cirujano se encontraba con "narices arrancadas, mandíbulas hechas añicos, lenguas descuajadas y globos oculares reventados". Heridas ocasionadas por "los pedazos ardientes de metralla, muchas veces cubiertos de fango repleto de bacterias, que perforaban la carne de los soldados".
El cirujano se encontraba con "narices arrancadas, mandíbulas hechas añicos, lenguas descuajadas y globos oculares reventados"
Siendo consciente de la importancia de levantar la autoestima de sus pacientes, Gillies se acercaba a ellos con un catálogo y les preguntaba: "¿Qué aspecto desearía tener usted?".
Consiguió, por ejemplo, que a un hombre que perdió los ojos y parte de la nariz y la mandíbula, le colocaran una máscara que se mantenía con unas gafas oscuras.
Y lo hizo gracias a un completo equipo multidisciplinar compuesto por cirujanos, dentistas y radiólogos, pero también con el apoyo de escultores y fabricantes de máscaras.
Un trabajo que inspiró a artistas como Anna Coleman, que, desde París, en un estudio montado junto a la Cruz Roja, también daba forma a los sueños de los soldados y les devolvía el rostro gracias a las prótesis y máscaras que creaba.
Así se reconstruyeron vidas. Almas rotas como la del soldado Walter Ashworth, que, gracias a la medicina, pudo sonreírle de nuevo a la vida.
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