Jose Mari tenía trece años. La noche del once de diciembre de 1987, soñaba que echaba una partida de billar. "Y en el momento en el que la bola blanca tocó el triángulo sonó la explosión".
Despertó. "Yo, lo único que vi es que el piso de arriba no existía". La casa cuartel de Zaragoza, donde vivía con su familia, acababa de ser destruida en un atentado terrorista de ETA. "Y esa onda expansiva, con respecto a mi hermano y a mí, todavía nos persigue, todavía hoy nos empuja hacia atrás".
Sin asistencia psicológica
Su hermano Víctor también sobrevivió, ambos fueron rescatados de entre los escombros y llevados al hospital. "Allí esperábamos a que entrasen mi padre, mi madre y mi hermana por la puerta, pero nunca entraron".
No recibieron asistencia psicológica, y sus familiares más próximos decidieron enviarles a un orfanato de la guardia civil, donde, separados en distintas plantas, nunca llegaron a hablar sobre la pérdida que ambos habían sufrido.
Lo que queda tras el drama
Parecía irremediable que acabaran entrando en el cuerpo, y así lo hicieron, pero con el trauma nunca superado, esta profesión revivía constantemente la tragedia. Hoy, ambos retirados, tienen la incapacidad laboral total. "El peligro es cuando llega la noche y se cierran los ojos y se apaga la televisión... Es otra batalla".
Llenar las horas es complicado, pero le han querido contar su historia a Pepa Bueno en 'Vidas arrebatadas'. La periodista, en un ejercicio de rigor y delicadeza, ha tratado, como nos explica ella misma, "de contar qué pasa en la vida de los supervivientes de un atentado cuando las autoridades se van, los periodistas nos vamos, se apagan los focos y ellos tienen que barajar de nuevo las cartas de la vida con esa pérdida terrible".
Una historia que reivindica la importancia de la asistencia psicológica, hablando de salud mental. Porque esta explosión no derribó solo la casa cuartel.