- No soporto a ningún político. De verdad, te juro que no puedo. Yo lo que quiero es a una Angela Merkel aquí.
- No sabes lo que dices. Si Merkel fuera presidenta del Gobierno o alcaldesa de Madrid estaríamos hartos de llamarla gorda y vieja y diríamos que ir en transporte público o darle la mano a una rival política es populismo barato. Parece mentira que no sepas que España es un país bastante cainita. Somos insoportables.
Sobremesa en un hotel de Madrid. Mi amiga bebe su café solo con hielo y muestra su hartazgo. No puede más, insiste. Su asertividad es su forma de pedirme que no hable de aquellos a los que frecuento y de los que escribo, que no pronuncie ningún nombre. Que tomemos café y nos pongamos al día. Pero hace muchos años que nos conocemos y sabe que me cuesta callar.
Ella también ha visto las imágenes. A mi casi tocaya, la todopoderosa canciller alemana, con ese flequillo con vida propia y ese aire a figurante de 'En el nombre de la rosa'. Con esa melena tan corta color café con leche, una rebequita de las de fondo de armario que una imagina que tiene en varios colores. El collar al cuello, el pantalón básico (también repetido en otros tonos), la actitud de una mujer a la que le importa un bledo llevar el eyeliner bien trazado o el pecho en su sitio porque le faltará glamour, pero le sobra poder.
Queremos mucho a Angela Merkel y a su dejadez porque no se llama Ángela Fernández y nació, qué sé yo, en Hellín, provincia de Albacete. Nos encanta Angela Merkel porque no ocupa el Palacio de la Moncloa o cualquier alcaldía y porque a los estadistas y a los estrategas los vemos siempre de puertas para fuera y no hablan nuestro idioma.
Las redes arden, los vídeos se hacen virales y hasta el más natural de los gestos provoca oleadas de me gustas, alabanzas por doquier. Somos una panda de seres pueriles invadidos por las emociones. Construimos genios y seres superiores con una facilidad pasmosa. Ay, Merkel, cómo nos gustas. Ay, Merkel, no te mueras nunca. Qué de sarcasmo llevaban los dos cafés americanos que me he tomado con Laura.
La canciller es mano dura, es implacable, pero es educada. Mi madre era igual, ahora que lo pienso. Lleva un año y medio para olvidar, como todos. Gestionando una pandemia que también a ella, por muy locomotora europea que sea Alemania, le ha pasado por delante. Una, dos olas y las siguientes.
El poder es una galería infinita de momentos incómodos, a veces dolorosos. Las inundaciones provocadas por una dana han dejado hasta el momento 163 muertos y decenas de desaparecidos. Una manta de lodo que destroza casas, coches y vidas; un fenómeno inusual a mediados de julio, un síntoma propio de ese cambio climático del que siguen mofándose los negacionistas.
Merkel acudió a una de las zonas más afectadas, Renania-Palatinado. La recibió la jefa de ese gobierno regional, la socialdemócrata Malu Meyer. Una mujer que en la imagen transmite dolor y cansancio. Ambos provocados por lo que ve, por lo que le tocará gestionar, pero también por la esclerosis múltiple que padece y que le dificulta caminar.
Angela, nacida en Hamburgo (que no en Hellín) coge su mano e inician un camino entre la catástrofe. Meyer apoya su otro brazo en un señor, con la cabeza baja y la mirada algo dispersa. Como si quisiera negar lo que está pasando.
"Un gesto que sería imposible en España". Lo dicho, somos un país imposible. El afecto entre rivales políticos como quimera en el país que ha visto a Manuela Carmena agarrada del brazo de Cristina Cifuentes. Todo es rápido, todo es efímero, un día eres un superhéroe de Marvel y al día siguiente se piden firmas para cancelarte.
Imagino a Merkel asistiendo atónita a la repercusión y a la viralidad de esa imagen, de ese gesto. Preguntándose en qué momento hemos convertido una actitud normal y esperada en algo extraordinario. ¿Qué querían que hiciera? ¿Que la empujara? ¿Por ser una rival política puntúa doble o cómo demonios va?
Somos insoportables y cursis hasta la médula. No seamos, por favor, también idiotas.