"Chicos, ¿qué os pongo de aperitivo? ¿Unas aceitunas, un poco de pollo?".
"Mejor pollo. Aunque éste preferirá, en vez de pollo, polla".
Suenan las carcajadas, algo forzadas ante un chiste sin gracia. El aludido pone cara de póker y también de hartazgo. Ha escuchado demasiadas veces éstas y otras perlas. El mago del humor le da un golpe en la espalda. Ambos, también el resto, llevan la ropa aún manchada de yeso. Ropa que pide a gritos una lavadora. Cuerpo que implora una ducha.
El camarero les pone el pollo al ajillo y los tercios de cerveza sin mirarlos a la cara y sigue a lo suyo. Antes de ir al almacén a reponer bebidas, hablamos con nuestras pupilas. Una vez más, nuestro detector de cretinos ha vuelto a acertar. Yo estoy cerca de ellos en la barra, observándolos fijamente, como el que va al parque temático y no deja de sorprenderse por el tamaño de los leones marinos por muchas veces que los haya visto.
Ellos notan mi mirada, que no mis palabras, porque no las necesito. Bajan el tono, empuñan la botella, buscan entre ellos la aprobación. Es entonces cuando el genio de las bromas decide defenderse: "¡Joder, es que hoy no se puede decir nada!". Yo empuño el tenedor con la patata brava, le miro a la cara y sólo acierto a decir: "Mejor".
Hablo porque juego en casa. Concretamente en el bar que es mi segunda casa. En otro lugar quizá habría mirado a mi plato y a mi vino blanco, jugando a que no entiendo el idioma o necesito urgentemente un audífono. No te metas, no busques problemas. Mañana será otro día.
Lo que dices, importa. Lo que mandas por el móvil, importa. Ese meme tan recurrente en el que Alfredo Landa, pelo en pecho y altivo como pocos, pasea por una playa cualquiera. Ese meme que reivindica para cuándo un día del orgullo macho. Nace de la misma caverna que el de para cuándo el día del hombre que pulula a principios de marzo. Qué risa, qué ingenio. No me extraña que nosotras no triunfemos en eso del humor. No hay color.
La vida en las películas se parece muy poco a la que empieza y acaba en la realidad. En pantalla todo está lleno de épica, de frases redondas segundos antes de que tu corazón se pare. En la vida real, insisto, es otra cosa. Samuel escuchó la palabra "maricón" antes de que una panda de bestias asesinas acabase con la suya. Lo que dices, repito, importa.
Ayer, miles de personas salieron a la calle, ocuparon las plazas y gritaron que las palabras importan. "Maricones lives matter", como leí a mi admirado Alberto Rey. Salieron a pesar de la lluvia en A Coruña, los más de 30 grados en Madrid, cansados de esconderse y de callarse. Gritando que les están matando. Asomando esa parte del orgullo LGTBI que tiene mucho más de lucha que de fiesta. Desde el año 2000, ocho personas han sido asesinadas por querer a personas de su mismo sexo, según el portal Crímenes del odio. Las estadísticas del Ministerio del Interior sobre delitos de odio por la orientación sexual o identidad de género señalan que entre 2016 y 2019 (último año del que ofrece datos) los ataques homófobos en España pasaron de 169 a 278.
Algunos echaron en falta a ese espécimen fascinante, el del heterosexual festivo, que cada año se sube a la carroza porque hay música, colores y plumas, pero que también se subiría a la de una romería cualquiera, porque al final todo acaba en baile y cerveza. Es ese heterosexual que se apunta a un bombardeo con la tranquilidad de saber que, al día siguiente, saldrá a la calle de la mano de su pareja y no temerá que alguien por la calle le diga un improperio, le cuestione una bandera cuando va en el tren de Cercanías o le de una paliza en la puerta de una discoteca.
Es que hoy no se puede decir nada, dirán. Mejor, diremos. Que no les callen.