Manolita ha vuelto a madrugar este año. Es bajita, lleva media melena plagada de canas y luce gafas de color rojo. Pero no es eso lo que destaca de su atuendo. Manolita va vestida de bombo de la lotería llenito de bolas y con un sombrero que parece la tapadera de una cacerola coronada con otra bola. Es un personaje ya conocido de la fauna que asoma cada 22 de diciembre. El día de la lotería. El día de la salud, este año más que nunca.
Los alrededores del Teatro Real, el lugar donde se celebra el sorteo más importante del año, no lucen como años anteriores. Este año los periodistas no nos cruzamos con los que vienen de empalmada. Tampoco hay jarana en las puertas de tan noble templo cultural. Al menos se mantiene el olor a bollería que se desprende de la pastelería La Mallorquina, en la Puerta del Sol.
Están los de siempre, periodistas, cámaras y fotógrafos ateridos de frío y con café en la mano. Están los dueños de los perros en su habitual paseo matutino y algún corredor. Está la policía, vigilando el percal, a pie o a caballo. Pero no hay disfraces. Sólo Manolita, que va de colega en colega buscando un directo en el que lucir palmito.
De repente, se pone a gritar y a dar vueltas. Acaba de ganar, dice, un quinto premio. Esos 6.000 euros y su alegría nada contenida dan alas a la prensa, que la rodea de inmediato. Está feliz y esperanzada de que le toque el Gordo. Un colega asoma al Scrooge que lleva dentro. "¡Todos los años con la misma monserga! ¡Vaya fraude!", protesta. Pero Manolita está a lo suyo.
Por una de las calles aledañas al teatro aparece un nutrido grupo de adolescentes. Sus ropas delatan que tienen progenitores con cuentas bancarias saneadas. Barbour, deportivas de marca, flequillo abundante a un lado ellos. Ellas igual, pero con pelo lacio, como de musa de Botticelli. Hacen fotos al escenario, paupérrimo de colores. Sus mascarillas no ocultan un gesto de burla hacia nuestro noble oficio.
La mañana tiene pinta de hacerse eterna, y los premios tardan en salir. "Este año, en vez de 'siente un pobre a su mesa', será 'cómete al pobre'", bromean tres amigos. Hablan de Isabel Díaz Ayuso, de los bares abiertos y de la vacuna. Otro grupo de adolescentes, vestidas con abrigo de peluche abierto y con el ombligo al aire, se hacen fotos con sus gorros y diademas navideños.
Menos mal que está Juan López. Tiene uno de los nombres más comunes del censo electoral pero su estilismo no es tan común. Va vestido de obispo, como lleva haciendo durante los últimos siete años. Es de León y dice que tiene varios trajes, pero que este 2020 se ha puesto el de gala. "Sólo juego ocho décimos, pero tengo los buenos", bromea.
Para amortizar los trajes, dice que también se los pone cuando hay elecciones y otro tipo de eventos. "Lo importante -dice bastante serio- es que se mantenga la figura del obispo". Tiene preparada una ostia (consagrada por él mismo, se entiende), para cada directo en televisión.
Los seiscientos metros que separan la Plaza de Oriente con la administración de Doña Manolita revelan los efectos de la pandemia. Hay locales cerrados, muchos en obras, y no está Cortylandia, que es una de esas imágenes con las que muchos hemos crecido. Las puertas de la administración están acordonadas. Fuera, tres mujeres asiáticas graban un video. Una de ellas, vestida muy elegante y de rojo, lleva un décimo en la mano. Varios curiosos, sobre todo gente mayor, se acercan a comprar. "Señora, que hoy está cerrado, vuelva mañana", explica el vigilante del local, no precisamente un prodigio de simpatía. Pero qué sería de Madrid sin sus camareros y vigilantes bordes, necesarios como el barquillero en San Isidro.
Dentro, las empleadas ultiman los detalles del escaparate. Una de ellas luce jersey de renos y mascarilla con la bandera de España. Otra hace fotos al bodegón, lleno de globos y botellas de champán decoradas con un retrato de la fundadora de la administración.
Es un 22 de diciembre más. Pero no es lo mismo. Salvo Manolita y el Obispo.