El auditorio del Ministerio de Sanidad estaba lleno a rebosar el 14 de enero de 2020. El coronavirus ya flotaba en el aire pero aún vivíamos con cierta inercia, ajenos a lo que nos venía. Una sensación que debía compartir Salvador Illa (La Roca del Vallès, 1966), sabiéndose poco protagonista esa fría mañana de enero.
Porque las miradas y los micrófonos estaban puestos en Pablo Iglesias y Alberto Garzón; uno por vicepresidente, el otro por exótico. Periodistas, familiares, amigos e interesados en aquello de los contactos nos apiñábamos en esa sala con aspecto de llevar sin renovar mobiliario desde hace demasiado.
Mientras, el recién estrenado exministro aguantaba con paciencia una mañana de focos y cámaras, de apretones de manos, dispuesto a afrontar una nueva etapa en su vida política. Dice una parte de la Biblia que Jesucristo pasó por la vida haciendo el bien. El objetivo de Illa es hacer el menor ruido posible, pero se marcha en pleno estruendo.
Dijo esa mañana, a los pocos minutos de que María Luisa Carcedo le entregara la cartera y con ella el marrón más grande jamás conocido, que llegaba para "escuchar y resolver". Dos verbos preciosos, aún más si van juntos. Lo dijo como siempre, templado y tranquilo, colocándose las gafas cuando éstas, juguetonas, se le movían del sitio. Porque es un hombre pausado pero con cierto ajetreo facial. Cuando no son las gafas, es el flequillo. Ahora a todo ese trajín ha de sumar la mascarilla. Un follón.
Sanidad parecía el caramelo perfecto en un país en el que la mayoría de las competencias las tienen las comunidades autónomas, una especie de balneario en el que Illa podría ejercer sin sobresaltos el papel que tenía para él Pedro Sánchez: el desatascador con seny que Moncloa necesitaba para desinflamar lo que quedaba de procés.
El ministro de Sanidad saliente y candidato a la Generalitat entrante no parece el alma de la fiesta ni falta que le hace. Aunque a veces una se lo imagina muerto de risa, en lo que Illa interpreta como desternillarse, cada vez que lee y escucha acerca de su templanza. "Si vosotros supierais…". Ojalá un hombre que en las distancias cortas sea, por ejemplo, un imitador notable, o el que cuenta chistes malos de su grupo de amigos.
Sí parece un tipo de fiar, de esos que cuentan hasta diez antes de pronunciarse. Un hombre cuya palabra genera, al menos, cierto respeto. Lo contaba el periodista Marcos Lamelas en marzo de 2020, al inicio de la hecatombe, en El Confidencial: "En las últimas elecciones generales, Miquel Iceta tenía un mantra. A cualquier cuestión que le hacían los cuadros del PSC, la respuesta era siempre la misma: "Lo que diga Salvador". Tanto fue así que el equipo de campaña hizo unas chapas con las que se presentaron un día en el despacho de Miquel como broma colectiva sobre el latiguillo".
Hoy sabremos quién sustituirá a este licenciado en Filosofía y máster en el IESE al frente del ministerio. Lo deja en plena tercera ola y con un regalo envenenado de su último fin de semana como ministro: una incidencia acumulada del virus de más de 800 y 767 fallecidos. Una herencia envenenada que recibirá el o la que recoja su cartera.
A finales de esta semana, Illa estará pegando carteles en el arranque de la campaña electoral para las elecciones catalanas. Una cosa obsoleta, una antigualla, en la que estará acompañado por su compañero y amigo Miquel Iceta como animador sociocultural.
Mis escasas dotes adivinatorias intuyen y sus asesores le habrán suplicado que aparque a un lado, al menos un poco, ese tono discreto, esa calma chicha que casi siempre se desprende de sus palabras y que mantuvo el día que se confirmó su candidatura. Con un Iceta animadísimo que habló de jornada histórica y que dio paso al Illa de siempre. "Gracias". "Quiero ser útil y resolver problemas". "Estoy preparado, aquí estoy".
Frases que le vendrán muy bien a quien ocupe su hueco desde hoy y que ojalá se marche como llegó su antecesor. Sin ruido. Sin pandemia.