Estos días duros, feos y oscuros me llegaron muchos mensajes de gente preocupada por lo que se estaba viviendo en campaña ofreciéndose para ayudar. Quería saber qué podían hacer para ayudarme a seguir con mi trabajo. Lo pensé mucho tiempo, y encontré la mejor forma. No hay nada mejor que seguir enseñándome a luchar contra el odio y actuar como ya estáis haciendo desde los lugares más insospechados para convencer al resto de que se una a este movimiento. Se me ha preguntado mucho estos días cuál es la mejor manera para combatir este fascismo de nuevo cuño que nos ha tocado en desgracia, y cada día tengo más claro que se hace en las calles, en las plazas, centros de trabajo y supermercados y en los bares. Ganando espacio y no agachando la cabeza. Avergonzando a todo aquel que se cree con derecho a mostrar su opinión de mierda.
Antifascismo de las abuelas y las cajeras. El de esa mujer mayor que con el monedero acunado entre sus pechos mira con desprecio a quien en la cola del supermercado realiza un comentario machista a la mujer que, con velo, hace la compra avergonzada con un vale de comida. A esa cajera que inicia una conversación cómplice con la abuela tirando pullas al que se ha atrevido a mostrar su opinión de mierda en forma alta y desacomplejada. Hasta hacerle mirar al suelo cambiando la vergüenza de bando y sacando una sonrisa en la mujer que recoge su compra y que es un gracias universal que no necesita del idioma para ser entendido.
El antifascismo de los camareros. Que mientras te pone un café largo en taza, con la leche caliente pero no hirviendo, desnatada pero con dos de azúcar, sonríe y ofrece a Abdul un Cola Cao para el frío mientras vende algo de artesanía en su bar. El currito, que sin perder la compostura, retira el carajillo al que al final de la barra se ha atrevido a decir en alto, para que todos lo oigan: "A ver si se ponen a trabajar estos putos negros". No hace falta que lo pagues, pero no vuelvas más por aquí. Este es un local decente.
Antifascismo de trinchera en los espacios públicos. Acciones contra el odio del que pone el cuerpo, el talento y la mesura para no permitir que el ambiente en que desarrollan su trabajo se vea ensuciado por miserables racistas, machistas y homófobos. Personas que sonríen y se acercan para compartir espacio en el Metro con aquellos que identifican que han sufrido ese racismo cotidiano tan sutil pero terriblemente doloroso del que se levanta de su asiento al sentarse un magrebí o un senegalés. Pero no de forma indisimulada, sino ostentosa y con publicidad. Sentarse mirando con desdén al machista y que el Metro lo contemple. Contestar cada acto racista cotidiano con un acto antirracista que señale al indigno para que vuelva a guardar sus comportamientos en lo más oscuro de su corazón.
Todo suma, algunos lo haremos también desde los medios, otros con grandes movilizaciones, y el resto en la política institucional. Pero necesitamos a todas, en las calles y en los barrios. Antifascismo de corrillo, de terraceo, de conversaciones en las puertas del hogar, de mandar callar en voz alta en una cafetería, de complicidad en el mercado, de guiños cómplices en el Metro, antifascismo de cuidados. Acción directa expulsando de nuestros espacios públicos cada discurso de odio. Hagamos de cada espacio público un rompeolas contra el fascismo, sin dar un solo respiro a quien se cree mejor a nuestros vecinos. Pongamos el cuerpo, el talento, la voz, el desprecio, la gracia y volvamos a meter en la covacha de la que nunca tuvieron que salir sus opiniones de mierda.