No conocí a Almudena Grandes. No soy su amigo ni nadie relevante en su vida. Le escribí un par de correos que jamás me contestó y nunca hablé con ella más que cruzando unas breves palabras de cortesía. Esas frases entre nosotros se dieron en el lugar en el que la gente que la quería íntimamente, y la que la idolatraba por sus letras, la han despedido. Fue en el Cementerio Civil de La Almudena. Era el 1 de marzo de 2020. Nadie sabía lo que el futuro nos tenía deparado de manera colectiva ni de forma privada. Pero ella, incólume, como siempre, estaba en el lado correcto de la historia.

Una pequeña librería de Leganés, La libre de Barrio, organizó un acto de desagravio a Miguel Hernández y a las víctimas del franquismo que fueron humilladas después de muertas, otra vez, por José Luis Martínez Almeida, el indigno alcalde de Madrid que rompió la placa con los versos del poeta y las de los nombres de los más de 3000 represaliados. Fueron muchas las personas que no dudaron en asistir al acto cuando se les propuso. Estaban Juan Carlos Mestre, Marta Sanz, Imma Luna, Laura Casielles, Luis García Montero y sobresaliendo con su imagen estaba ella, siempre dispuesta a ayudar, a participar en todo acto que dotara de justicia a los perdedores, a dejarse su voz ronca justo a los desheredados de la historia.

Almudena Grandes eligió la alegría. Aquella que prendía toda su obra y que iluminaba las tragedias y miserias de los que sufrieron por ser los mejores. Nos regaló la alegría de Miguel Hernández en un breve poema de amor del 'Romancero y cancionero de ausencias', y lo leyó con un escueto comentario que todos tenemos presentes: "la alegría es la virtud de los resistentes, y eso es lo que toca, resistir". Ahora resuenan con más fuerza esas palabras.

Almudena nos brindó un recuerdo bello con el que la tendremos presente eternamente los que allí estábamos reunidos. Porque siempre estaba dispuesta a ayudar y participar en causas bellas y justas aunque estuvieran organizadas por una pequeña librería cooperativa de la periferia madrileña de la que ella no iba a sacar nada más que hacer lo correcto. Aquel acto nos vinculó emocionalmente a los allí presentes, aún más, con Almudena Grandes tras un acto despreciable de Martínez Almeida. Ocurrió en vida, y se repitió con ella ya muerta. En el mismo cementerio, con la misma mediocridad por parte del politicastro y la enormidad presente y ya ausente de la escritora.

El alcalde de Madrid no asistió al funeral de una de las ciudadanas más ilustres de la ciudad. Era consciente de que su persona sería repudiada en un acto bello, porque Almudena Grandes representa todo lo que moralmente él jamás podrá alcanzar. Pero Martínez Almeida no es José Luis, la persona, que pueda decidir no pasar un mal rato. Es el alcalde, representa a la institución, a Madrid, y si tuviera decencia o dignidad habría estado junto a una de las figuras que más alto han elevado esta ciudad que seres ínfimos como este alcalde se empeñan en sepultar con su impudicia. Almudena Grandes ha sido enterrada donde descansan las más grandes, en un funeral ajustado a su obra y figura, mientras el mediocre solo ha acertado a saltar unas piedras jugando a ser un bufón en un parque el día que Madrid y su alma despedían a la cronista de sus vivencias. Podrá romper versos y placas, pero no borrarnos la memoria.