Suena el despertador. Dolores se revuelve con un sobresalto y acierta a encontrar el móvil tanteando la mesilla. La tranquilidad le dura el tiempo que como una autómata tarda en apagar el chirriante sonido que funciona como alarma en el dispositivo. En cuanto cesa el sonido aparece la punzada. Otra vez, en la boca del estómago, la incertidumbre. Esa compañera constante de existencia que no deja descansar más que unas pocas horas con ese cocktail conocido de paracetamol, lexatin y lorazepam de cada noche.
Si algo caracteriza a la miseria o la frontera con ella es ese pellizco que aletea en los domicilios humildes de clase trabajadora por toda la casa cuando la situación es incierta. Empapa el ambiente, es como un humor constante que recuerda la vulnerabilidad incluso cuando los quehaceres cotidianos permiten apartarla de un manotazo. La jodida incertidumbre.
Dolores apoya los pies descalzos en el suelo frío. Se gira y ve a su marido tumbado, de espaldas, que todavía duerme. Suspira, casi aliviada. Recoge la bata apoyada en el butacón de madera y se la abrocha con parsimonia. Se pone unas zapatillas de felpa que arrastra con pesadez hacia la cocina mientras se hace una coleta con una goma ajada de su muñeca.
Mira el calendario, es día 13 y se persigna atribulada de la forma aprendida pero sin torcer el gesto para echar fuera de sí el mal fario irracional, por si acaso. Abre un pequeño tarro de café y huele con una ligera sonrisa el contenido. Desaparece el pellizco. Reaparece nada más acabar la exhalación borrando ese atisbo de felicidad que trae el recuerdo de su infancia con su madre haciendo el desayuno para todos. Enciende una radio vieja para que le haga compañía mientras se prepara el brebaje, casi traslúcido para estirar un poco el contenido del tarro.
En las tertulias discuten sobre el relato. Da un pequeño sorbo. En las noticias escucha que el precio de la vivienda del alquiler sigue subiendo. Mira los azulejos de la cocina dando vueltas al café pensando dónde van a ir si su casero un día decide subirles el suyo. Es un buen hombre que se hace cargo de su estrecha situación y por ahora les mantiene el precio reducido que fijaron hace ya diez años, cuando su marido aún trabajaba. Sabe que con la actual pensión no podrían pagar mucho más. A sus vecinos de enfrente se lo subió un fondo buitre que compró el edificio. El pellizco se hace más intenso.
Apura el café y enjuaga la taza para utilizarla en el cafetito de media mañana. El que mejor le sienta. Uno de sus pequeños placeres asomada al balcón mientras ve a un montón de turistas recorrer las calles del centro de Madrid que ella también recorría de niña. Dolores se aprieta las manos con dulzura para mitigar un poco el dolor de huesos que le provocan las tareas domésticas que compagina con algunos trabajillos fuera de casa, cobrando en negro, para poder complementar la pensión de su marido cuando su hija puede venir a casa a ayudarla. Se dirige a la habitación a ver si su Antonio sigue durmiendo. Se asoma con cuidado y ve que aún descansa. Vuelve a suspirar.
La liviana mujer baja con premura al buzón a ver si ha llegado la carta que lleva esperando dos años. Como cada mañana. Lo abre con esperanza pesarosa. Solo hay publicidad. Nada. La ayuda para su marido, para ella, sobre todo para ella, sigue sin llegar. Abre la puerta de su casa con la cabeza agachada y con el pellizco haciendo de sus intestinos un nudo insoportable. Nada más abrir oye un quejido sordo, hueco, casi fantasmal. Coge la radio de la cocina y aprieta el paso hacia el dormitorio.
Antonio se ha despertado. Al menos su cuerpo. El que lleva cinco años postrado en la cama, desde que un accidente laboral le partió la columna y le convirtió en un muerto en vida. Dolores deja la radio en la mesilla y con su exiguo cuerpo intenta mover los más de ochenta kilos de su marido para cambiarle, limpiarle y ponerle en la silla con la que llevarle al salón y colocarle frente a la tele. Se oye en la radio que iremos nuevamente a elecciones. No lo escucha. Ella solo piensa en ese buzón vacío. En esa ayuda que le permita contratar a una enfermera para vivir dos horas al día. Como antes hacía.