Ya se sabe y se asume que el delincuente, en el uso de sus funciones y atribuciones, tenazmente conquistadas, miente y, a veces, lo hace de forma compulsiva. Lo lleva en el ADN y la Ley se lo permite. Vaya esto por delante. Se sabe, es obvio, que la cárcel está llena de delincuentes. Por ello, lo que sale de la cárcel y llega a la mesa del periodista siempre ha de pasar dos, tres, o más pruebas del algodón.
Los/las sin voz
Dicho lo cual de entrada, y para evitar equívocos, coincidirán conmigo en que hay protagonistas de historias a las que no pueden poner voz, de tal forma que estas ocurren pero no se conocen. Y de eso saben mucho los presos/as. Viven en un mundo sin voz ni altavoz. Un mundo blindado de muros para adentro, sometidos a la ley de la cárcel, que es igual a la otra, salvo por no estar escrita y por amoldarse perfectamente a las circunstancias del momento y a la mala leche de quienes no llevan el traje a rayas.
Foto distorsionada
Como no se les oye, no se percibe nada, salvo los spots publicitarios a los que se prestan las direcciones políticas de los centros penitenciarios cuando tal o cual estrella de TV pide penetrar en el interior de la mugre para darse un baño de autenticidad, una autenticidad que acaba resultando, naturalmente, ficticia.
Los presos se asoman a los barrotes de sus celdas —adecentadas para la ocasión—, los funcionarios se acicalan y el "alcaide" de turno prepara al reo (presentable y aleccionado) para que el mundo vea cómo es el talego.
Tensión carcelaria
El talego no es eso. El talego, hoy, es una bomba de relojería contenida, de momento, a base de cesiones y concesiones contempladas en el no escrito articulado de la ley de la cárcel, la misma que contempla duros y arbitrarios castigos para los presos que se muevan en la foto o, simplemente, levanten el dedo o la voz.
En la cárcel de Wad-Ras (Barcelona), el día que el Gobierno declaró el estado de alarma, las reclusas, sentadas en el comedor, se negaron a comer; un plante, un golpe de efecto, un aviso para navegantes. Empiezan a estar hartas —muy hartas— de ser las últimas de la fila.
Las internas y sus quejas
Se personó allí la subdirectora y pidió una explicación. Y las reclusas le dijeron que ellas ya están cautivas, que el único derecho que no tienen es el de la libertad y que eso del coronavirus las está condenando por segunda vez (las internas olvidan que ningún juez las ha condenado a la "pena del coronavirus". O en todo caso, a esa pena estamos condenados todos). No se pueden comunicar con sus seres queridos, ni hacer vis a vis (eso, como lo anterior, le ocurre a toda la sociedad que, por no poder, incluso estos días no puede despedir a sus muertos). Pero sus quejas y su malestar van mucho mas allá y tienen un calado que sobrepasa, de mucho, la situación que se vive en presidio por culpa de la enfermedad.
Les han concedido, a cambio, 10 llamadas telefónicas más, pero no el dinero para pagarlas.
Doble castigo
Han paralizado las progresiones de grado, los permisos, los terceros grados en ciernes que muchas de ellas se han ganado con su esfuerzo y su vocación de reinsertarse y de salir del infierno en el que entraron. Nosotros podemos (o de momento nos permiten) trasladarnos desde nuestro domicilio a nuestro lugar de trabajo. Ellas, no. ¿Somos menos contaminantes que las reclusas? ¿Prohibirán a una interna la libertad y la confinarán en la cárcel, aunque haya cumplido su condena? ¿Es eso justo? ¿Es necesario? Sí parece necesario el hecho de que hayan cerrado bibliotecas, gimnasios y salas de TV, (también lo impone el estado de alarme en la calle), pero patalean porque la promesa de instalarles una TV por celda no ha sido cumplida.
"A los niños y a los presos no les hagas promesas que no puedas cumplir", me dijo un día el prestigioso abogado José Ángel Plaza.
Funcionarios desamparados
A todo esto, los funcionarios, víctimas del desaguisado a causa de la COVID-19, trabajan sin medidas de seguridad mínimas indispensables, al albor de una enfermedad que ya ha infectado a unos 50 trabajadores y ha obligado a estar en aislamiento a cerca de 120 en toda España. Las presas, de esta situación, son víctimas colaterales: "Somos el culo de la sociedad, las últimas en todo, también a la hora de liberarnos del coronavirus. No nos molesta el ninguneo, sino el desprecio como si fuéramos desperdicios humanos".
Mano dura taleguera
Las presas de Wad-Ras se saltaron la ley de la cárcel y trasladaron esta realidad, su realidad, a la prensa. Y la prensa, que adquiere verdadero sentido cuando da voz a los sin voz, la difundió.
Primero, los sindicatos penitenciarios trataron de bombardear estas noticias a base de groseros comunicados que bien parecían redactados, no en nombre y representación de los trabajadores y funcionarios, sino de la dirección. En segundo lugar, la dirección del centro optó, en aplicación de la ley de la cárcel, por cortar cabezas y así, en lo que se conoce como "traslados fantasma" (con nocturnidad y alevosía), se llevaron a las cabecillas de la "pseudorevuelta" a otras cárceles. Y a las que no pudo trasladar, las encerró en celdas de aislamiento.
Caza de brujas "taleguera". "Lo que pasa en el talego se queda en el talego", reza la ley de la cárcel. Pero, aviso a navegantes, hecha la ley, hecha la trampa, especialmente cuando los sin voz no mienten.