Un 30 de abril se presentaba ante la comunidad científica la primera partícula subatómica: el electrón. La palabra 'átomo' significa indivisible, que no se puede separar en 'tomos'. Durante años se pensaba que el átomo era la partícula elemental. Sin embargo, con el tiempo se han ido descubriendo átomos con diferente identidad –los ciento y poco elementos químicos que componen todo lo que conocemos– que se diferencian por el tipo y cantidad de partículas subatómicas que los componen: los protones y los neutrones, que a su vez están hechos de quarks, y los electrones.
El descubrimiento del electrón se le atribuye al físico Joseph John Thomson que en 1897 informó a la Royal Institution de que los rayos catódicos que investigaba en realidad eran corpusculares. Thomson estaba buscando una unidad de carga eléctrica y se encontró que la electricidad en realidad eran electrones en movimiento. La electricidad se conocía desde hacía mucho tiempo. De hecho, las pilas voltaicas se inventaron casi cien años antes, sin embargo, aunque se supiese generar y utilizar la electricidad, no se sabía qué era exactamente. Esto no es algo inusual para la ciencia, empezando por fármacos que se sabe que funcionan, que han superado los ensayos clínicos con éxito, pero todavía no se ha descrito toda la complejidad bioquímica que hay detrás de su funcionamiento. Con la física y la química ocurre lo mismo, siempre queda algo de misterio cuando se describe un fenómeno a la escala más pequeña posible, y a la más grande imaginable.
El descubrimiento de Thomson no fue solo suyo, como ocurre con casi toda la ciencia moderna, que realmente es el resultado de un trabajo colectivo. Antes de él, otros científicos como Laming habían propuesto que el átomo estaba rodeado de unidades con carga eléctrica, o Faraday, que al mismo tiempo había acuñado los términos 'ion', 'catión' y 'anión' para designar a los átomos –o agregados de átomos– con carga eléctrica. En 1891 el físico Stoney fue quien llamó 'electrones' a las unidades de electricidad que según él formaban parte de los átomos. La palabra 'electrón' ya se utilizaba en la antigua Grecia para referirse al ámbar, una sustancia que atrae o repele a otras tras ser frotada. Todas estas aproximaciones teóricas se estaban probando en tubos de Crookes, unos recipientes de vidrio cerrados herméticamente y sin aire en los que se producían descargas eléctricas. El misterioso rayo luminoso que salía del cátodo de los tubos se llamó 'rayo catódico' –son los rayos que dieron nombre a los antiguos televisores de tubo de rayos catódicos–. En presencia de campos eléctricos y magnéticos externos los rayos catódicos se pueden desviar a antojo, lo que sirvió al químico Crookes para describirlos como partículas con carga negativa.
Este torbellino de descubrimientos y conjeturas condujo a interpretar que los átomos contenían partículas más pequeñas. Así surgió el primer modelo atómico 'tómico', formado por partes. Es el famoso modelo de Thomson que describe al átomo como una masa de carga positiva con pequeñas masas de carga negativa incrustadas. En muchas ocasiones se ha descrito como el 'modelo del pudin de pasas' en el que las pasas representarían a los electrones.
Pocos años después, en 1910, este modelo quedaría obsoleto. Se descubrió que el átomo no solo no era una partícula indivisible, ni siquiera era una masa compacta de varias partículas, sino que en el átomo había más 'nada' que 'algo'. Un grupo de investigadores dirigidos por el químico Ernest Rutherford realizó un experimento conocido como el experimento de la lámina de oro. El experimento consistía en dirigir un haz de partículas positivas, llamadas partículas alfa, sobre una lámina de oro muy fina, de sólo unos pocos átomos de grosor. Estas partículas positivas se obtenían de una muestra radiactiva de polonio contenida en una caja de plomo provista de una pequeña abertura por la que sólo podía salir un haz de partículas alfa. Éstas, al incidir sobre la lámina de oro, la atravesaban y llegaban a una pantalla de sulfuro de zinc, donde quedaba registrado su impacto como si de una placa fotográfica se tratara. Tras estudiar la trayectoria de las partículas alfa registradas en la pantalla, Rutherford observó que éstas se comportaban de tres maneras diferentes: o bien pasaban a través de la lámina de oro y llegaban a la pantalla como si nada les entorpeciese el camino, o bien chocaban con la lámina de oro y salían rebotadas, o bien al atravesar la lámina de oro se desviaban levemente de su trayectoria original. Estas observaciones llevaron a Rutherford a plantear un modelo atómico formado por un núcleo de partículas con carga positiva –con las que las partículas alfa rebotaban– y electrones orbitando alrededor.
La imagen popular del átomo representado como una especie de sistema solar en miniatura es una reproducción del modelo atómico de Rutherford. Este modelo se fue describiendo con mayor precisión a lo largo de los años con el descubrimiento de los neutrones, de los orbitales, etc. En lo que respecta al electrón, tampoco se ha terminado de saber todo sobre él. Hace poco más de cien años la comunidad científica empezó a debatir sobre la naturaleza dual del electrón, si era una partícula o una onda, o las dos cosas a la vez. La famosa ecuación de De Broglie, que le valió el Nobel en 1929, relaciona la masa de una partícula con su longitud de onda. Esto sentó las bases de una nueva forma de 'ver' a los electrones: la mecánica cuántica. Los electrones no se ven tal y como se entiende de forma coloquial el verbo 'ver'; no se ven de forma óptica, con una gran lupa o un microscopio, sino que se ven de forma indirecta. De momento solo se han logrado ver electrones como zonas de probabilidad, algo que se calcula con ecuaciones de onda como la célebre ecuación de Schrödinger. Así, los electrones son como una niebla de densidad variable que orbita en la atmósfera del átomo. Esta descripción indeterminada de las partículas subatómicas sigue provocando animados debates filosóficos en la comunidad científica.
Pese a la incertidumbre sobre cuál es la posición exacta del electrón en cada momento, al menos tenemos un grado de certeza mensurable. Gran parte de la química depende de ello, porque la química consiste en comprender cómo unos átomos enlazan con otros, unas relaciones de afinidad que se tejen mediante electrones. Lo bonito de la historia del electrón es que cuanto más nos acercamos a él, más hipermétropes parecemos.