El miércoles 2 de diciembre fue el día más negro de lo que va de pandemia en Estados Unidos. Se registraron 2.804 fallecimientos por COVID-19 en un solo día, 52 más que el 15 de abril, el que hasta ahora había marcado el récord. Se produjeron 100.000 hospitalizaciones, más del doble que en picos anteriores de la pandemia. Esta es la masacre que ha provocado Acción de Gracias, la festividad que reúne a las familias estadounidenses y que más se asemeja a la celebración de la Navidad que hacemos en España. Estamos a tiempo de evitar miles de muertes.
En mi columna de la semana pasada, 'La trampa mortal de la Navidad', escribí sobre cómo los sesgos alteran la percepción del riesgo, cómo la relajación de las restricciones no ha coincidido con el criterio epidemiológico, y lo fácil que es convencer (y convencerse) de que la situación ha mejorado lo suficiente. No es así. Noviembre se ha llevado casi tantas vidas por delante como abril. Es como si cada día hubiese un atentado que aniquilase a 300 personas. Cada día.
Si se celebran las Navidades como se ha hecho siempre, las consecuencias serán semejantes a las de Estados Unidos. No somos especiales. Por eso lo mejor es no reunirse y punto. Pero no es tan fácil. Como muestra transcribo la explicación que me dio una persona cercana, sensata y culta, que sí va a reunirse para cenar, por qué va a hacerlo y cómo. Atención a la tipografía negrita:
No puedo decirle a mi suegra que no vamos a cenar a su casa en Nochebuena. Tampoco quiero poner a mi pareja entre las cuerdas. Lleva meses sin ver a sus nietos. Su hermana falleció en abril y tiene miedo de que a ella le pase lo mismo. ¿Y si estas son sus últimas Navidades? No puedo decirle que no. El coste psicológico para mí y para mi familia sería altísimo.
Vamos a hacernos test de antígenos el lunes 21. Ya, ya sé que es mejor para sintomáticos, que es fácil que sin síntomas dé falso negativo, y que el test solo es una foto de ese día, que no garantiza nada. Ya sé todo eso. Pero me he cogido la semana en el trabajo, así que antes no veré a nadie. Voy a estar días aislada antes de la cena.
En la cena estaremos todos con la mascarilla puesta. Los niños también. Quitar y poner solo para comer. Entre platos y en la sobremesa la tendremos puesta. Abriremos las ventanas de cuando en cuando para ventilar. Nos sentaremos lo más separados posible. Yo seré la única que servirá la comida y no habrá nada para compartir. Gel hidroalcohólico como centro de mesa. Vasos, servilletas y cubiertos marcados para que nadie se confunda. Solo seremos siete personas, tres burbujas de convivencia. Mi suegra, mis cuñados, mi pareja, nuestros dos hijos y yo. Estaremos dos horas, tres como mucho. Cuanto menos tiempo, menos riesgo. Me he estudiado la guía de recomendaciones de los expertos y vamos a seguirla a rajatabla.
Es la única celebración a la que voy a ir. Mis padres no quieren que nos juntemos este año, por miedo y por responsabilidad. En el trabajo he dicho que no iré a la cena de Navidad. Afortunadamente no he sido la única y no me ha supuesto un gran quebradero de cabeza.
Cualquier plan que implique juntarse con no convivientes en un espacio pequeño, mal ventilado, sin mascarilla y durante horas conlleva una alta probabilidad de contagio. Todos en algún momento nos hemos visto obligados a asumir riesgos, sobre todo por motivos profesionales. La clave es evitarlos siempre que sea posible. Yo misma he estado en situaciones de riesgo por no haber sido capaz de manejar la situación. Por ejemplo, el día que en una importante reunión de trabajo uno de los presentes se bajaba constantemente la mascarilla para toser. Nadie le dijo nada, yo tampoco. Si hubiésemos estado solos, o entre personas de confianza, seguramente la situación habría sido distinta. Qué curiosa es la mente y qué jugadas nos hace. Antepuse la cortesía a la seguridad.
Pienso en aquel día en la terraza del bar, cuando un señor se puso a fumar a mi lado y le pedí que mantuviese la distancia. No me había percatado de su estado de embriaguez y la situación se volvió desagradable. Se acercó a increparnos a grito pelado. Nadie se atrevía a pararle los pies. Era un riesgo que no valía la pena correr. Para qué. Nos fuimos de allí inmediatamente.
Pienso en aquella vez que en un avión se sentó una señora a mi lado con la nariz asomando por encima de la mascarilla. Le pedí que se la colocase correctamente y le expliqué que así podía contagiarse o contagiar a los demás. Si una persona es portadora del virus y se sienta a tu lado en un avión, no hay filtro HEPA que te proteja. Estás vendido. La señora se subió la mascarilla. Pero a los dos minutos ya se le había vuelto a resbalar. Le hice un gesto a un tripulante para que mediase en la situación. Hablar con alguien que lleva una mascarilla mal puesta, tan mal que es como si no la llevase, y a tan poca distancia, era un riesgo que elegí evitar.
Como cuando tengo que viajar en tren y sé que mi única protección es una mascarilla FFP2 porque no se controla el aforo y la ventilación deja mucho que desear. En cada parada se bajan diez del vagón y se suben otros nuevos. Alguno se sienta a mi lado o enfrente de mí. Alguno con mascarilla homologada, otro con a saber qué, y otro que va comiendo el bocadillo con la mascarilla de muñequera.
Afortunadamente la Navidad sí está bajo mi control. Sí he podido decir no a planes que me parecían inseguros. En mi familia hemos decidido no reunirnos en casa de ninguno. Vamos a quedar con parte de la familia de mi marido, mis suegros y mi cuñada, la tarde del 24 para dar una vuelta por el parque del barrio, bajo las luces de Navidad. Intercambiaremos regalos al aire libre. Y cada uno se irá a cenar a su respectiva casa. La mañana de Navidad haré algo parecido con mi familia. Son planes poco convencionales, pero hay varias razones por las que a mí me parecen bonitos.