Si se han paseado por Europa en navidad en alguna ocasión sabrán el esmero, dedicación y esfuerzo que las ciudades centroeuropeas dedican a sus mercados navideños. Aquí son improvisados chiringuitos para la venta de caganers de plástico, espumillón de chillones colores o churros de aluvión, pero en el continente montan unos saraos muy finos con casetas de madera engalanadas dedicadas a la venta de artesanía, delicadas figuras de porcelana, suculentos gofres de obrador y ese mejunje del vino caliente especiado que tanto gusta entre los arios. Por ello se entiende el dolor de la canciller al mencionar la suspensión de sus tradicionalesy sacrosantos mercados navideños para evitar seguir acumulando cifras récord de muertos en Alemania.
Es sobrecogedor escuchar a la dueña y señora de Europa confesar emocionada al borde de la lágrima que estas podrían ser las últimas navidades con los abuelos si no ponemos coto a las reuniones sociales. Para frenar el virus la canciller federal propone el "cierre total" de la vida pública hasta pasadas las navidades. Tal vez hasta el 10 de enero. Y por cierre total la señora Merkel no se refiere al cachondeo que tenemos aquí de aforos recomendados y horarios sugeridos, con las calles comerciales a rebosar y los transportes públicos de bote en bote, no.
La Canciller quiere evitar 590 muertes al día por la vía rápida. Agarrando al toro no por los cuernos, sino por la bisectriz. Propone adelantar las vacaciones escolares, cerrar toda la hostelería y el comercio no esencial, reducir las reuniones a 5 personas máximo, chapar gimnasios, bancos o peluquerías. Es decir, laminar toda vida social sobre las aceras de Alemania para doblegar al virus. Merkel ha escuchado a los expertos de la Academia Nacional de ciencias la Leopoldina, prestigiosa institución científica germana fundada en 1652 donde no se andan con remilgos para sojuzgar a la miasma y solicitan el "harter lockdown" o cierre total. Y la Canciller además de tener expertos, les hace caso. Como son estos protestantes, oyes.
En la jovial y desenfadada España, en cambio, a pesar de los malos datos de contagios y muertes, se ha optado por otras medidas más acordes a nuestro secular desprecio del peligro. Se ha limitado la movilidad entre comunidades exclusivamente a los viajes para visitar a la familia o allegados, que es precisamente el motivo más habitual para viajar en estas fechas. En román paladín: libertad para atravesar España de punta a punta, y si no es usted familia "stricto sensu", seguro que entra en la difusa categoría de allegado. Los aforos incluyen hasta 10 personas, que para eso los hogares españoles son amplios y de elevados techos y el toque de queda más allá de la una de la madrugada, para poder frotarnos un poco antes de la cena. Un plan cojonudo para afrontar una tercera ola en enero. Eso sí, con la andorga satisfecha y los brindis hechos, que una simple pandemia no nos robe la alegría de celebrar y de paso contagiar lo mismo a ese desabrido cuñado que a nuestra entrañable abuela nonagenaria.
¿Y la economía, qué? me preguntarán. Pues fatal. Y detrás de la posible ruina de este país está la razón de no poder echar el cerrojazo en España otra vez para controlar la Covid. Alemania puede cerrar sus bares y restaurante y rescatarlos a la vuelta de navidades. Su economía es fuerte, su deuda menor y el país no depende de la hostelería. Es una potencia industrial y tecnológica que lleva décadas invirtiendo pastizales en investigación y desarrollo. Una nación que mima la educación de sus jóvenes y la preparación de sus trabajadores, poco dada a despilfarros y sin un aeropuerto o palacio de congresos por cada capital de provincia.
España tiene un paro estructural africano, un paro juvenil de vergüenza sideral y nuestra economía depende del aforo de nuestras playas. No podemos condenar al cierre a nuestra hostelería durante mucho tiempo ya que no habría como rescatarla. Las ayudas no llegan y nuestra deuda se dispara, así que estamos condenados a ese difícil equilibrio de controlar el aforo de las terrazas para no petar el de las UCI. El rico puede teletrabajar de forma segura desde casa, pero el pobre tiene que coger un metro abarrotado cada mañana y servir cafés o atender en su pequeño establecimiento mal ventilado. Es la diferencia entre nuestro simpático y alegre país con la circunspecta Alemania.
Por último, que envidia escuchar a un líder político que se emociona defendiendo lo que sabe es un sacrificio tremendo para sus ciudadanos, sin dar las cifras de muertos con ese tono monocorde tan habitual aquí. Como si los fallecidos fueran una simple cifra estadística, lejana y fría. Merkel exige cambiar toda celebración y compra en navidad por un objetivo superior como es salvar vidas. 590 vidas al día para ser exacto. Y si eso no es espíritu navideño, que baje Dios y lo vea.