Éramos muchos los crédulos y optimistas almas de cántaro que postulábamos por un ser humano mejor tras la pandemia. Convencidos estábamos que el español medio mutaría por efecto de estas semanas de quebranto en un ser puro de corazón, solidario y combativo, ejemplo de empatía y defensor de la justicia social, la sanidad pública y la concienciación ante posibles rebrotes.
Pero las teorías de Darwin demostraron seguir vigentes. Cualquier evolución notoria necesita de miles de años y no hay confinamiento que ataje cambios sustanciales en nuestro ADN. Seguimos siendo tan egoístas y predecibles como cuando acaparábamos papel higiénico al principio del estado de alerta.
No ha pasado una semana de la llegada de la nueva normalidad y ya estamos cantando salves, prietas las filas, frente al santo patrón de nuestro pueblo como si la prohibición de celebrar nuestra fiesta local fuera cosa de un contubernio judeo-comunista. Nos ha faltado tiempo para echarnos a las terrazas con la mascarilla en el codo, repartiendo besos y achuchones, como si Juan Roig tuviera ya a la venta la vacuna de la Covid en los estantes de Mercadona. Los chavales se lanzan en manada a pinares, parques y arenales a disfrutar de los estivales botellones convencidos de ser inmunes a esa miasma que sólo apiola a octogenarios con epoc. Como el abuelo que les espera en casa haciéndoles la cena. La pandemia y posterior confinamiento ha pasado por nosotros como esa resaca que te hace adjurar del alcohol pero sólo hasta esa misma tarde, cuando ese colega noctívago te vuelve a liar.
Noto como las imágenes de playas atestadas de adolescentes huyendo de la policía local botellón en mano han provocado especial indignación. Les pedimos a los más jóvenes una responsabilidad y adhesión que no practicamos con ellos. Les dejamos un mercado laboral precario, la salida del país como único pago a la excelencia académica y unos precios de alquiler que les condenan a postergar sus planes de vida hasta los cuarenta años... y aun tenemos el valor de recriminarles que no piensan en sus mayores.
Otro asunto sobre el que no parece hayamos aprendido demasiado es aquello de la prevención. Tres meses de encierro con la letanía de la importancia de hacer test y mantener constante vigilancia para luego abrir fronteras con controles de fantasía que incluyen la toma de temperatura, algo que a estas alturas se ha demostrado del todo ineficaz con los asintomáticos, un cuestionario donde apelamos a la conciencia por si alguien confiesa haber subido al avión febril y con sensación de disnea y un "examen visual" que gozaría de gran eficacia si la enfermedad a detectar fuera el sarampión. Con semejante filtro corremos el riesgo de gozar de un nuevo confinamiento antes de la virgen de agosto. Pero todo sea por levantar la gran industria nacional, el turismo, aunque sea base de visitantes de países que aun reportan demasiados casos de infectados, como es el caso de Gran Bretaña. Lo importante es no importunar al visitante con incómodas pruebas que garanticen su estado de salud y de paso salvaguarden el nuestro.
En otro orden de cosas, como no podía ser de otra manera y atendiendo a viejas costumbres, parte de nuestra clase política vuelve a confiar la recuperación en más turismo y más construcción. Siempre con el aplauso y apoyo de entusiasmados promotores que piden más facilidades para seguir alicatando la escasa costa virgen que pudiera haberse librado del último pelotazo. Liberar suelo y eliminar licencias urbanísticas para volver a llenar el skyline de grúas. Como si el estallido de la burbuja inmobiliaria en 2008 jamás hubiera ocurrido. Otra insidia del gobierno bolivariano de abertzales y feminazis.
Por último, está la noticia de esa luna de miel real por Aqaba, Camboya, Fiji, Samoa, California y Méjico financiada a pachas por el rey emérito y un "amigo empresario". Como si fuera el regalo de ese rumboso pariente de Burgos que sólo aspira a ver feliz a la joven parejita. Una noticia que se suma a los contratiempos de Juan Carlos I con la fiscalía, la justicia suiza, sus primos árabes, antiguos espías y un ejército de amigas íntimas del monarca. La respuesta de Zarzuela al viaje de placer sufragado por un empresario ha sido de nuevo la habitual, el silencio. Algo que únicamente alimenta las sospechas, las dudas y la sensación de falta de transparencia en una familia que parece flotar en una burbuja muy alto, lejos de los problemas cotidianos de un país señalado una vez más por la UE como el que más va a sufrir en la crisis actual. Otra vez los últimos de la clase.
El coronavirus tendrá una impresionante capacidad de transmisión y supervivencia. Provocará feroces cuadros de pulmonía y fiebre... pero a la hora de transformarnos en aquellos seres de luz de los que se hablaba en marzo, ha resultado ser como la oposición de Gabilondo. Inocua.