La monarquía no vive sus mejores momentos. Ha tardado el Rey en dirigirse a la ciudadanía en un tiempo tan difícil como el que vivimos. Lo ha hecho tarde pero además deslucido, se ha visto forzado, contrahecho, vacío y distante. Si el objetivo era emocionar, unir, dar ánimos cívicos, no lo ha conseguido, para desesperación de los monárquicos más convencidos.
Era una situación difícil porque los observadores y gentes del común esperaban que hablara de lo suyo. Han pasado 378 días desde que recibiera una carta desde el bufete de abogados. En una situación tan trascendente, los monárquicos concedían que desde el interior de Felipe se alumbraría una suerte del Winston Churchill de los mejores tiempos pero no. Ese Churchill, estadista, superador de ideologías, era lo previsto para pasar a segundo plano, no en su importancia, su torpeza en la reacción ante las crecientes pruebas de las tropelías cometidas por su padre y antecesor en la corona.
Día complicado y confuso para los monárquicos de verdad y también para los juancarlistas. Los apologetas de Juan Carlos se han apresurado en editoriales, columnas, opiniones y susurros coactivos a ensalzar la figura del Rey Juan Carlos como si sus méritos anteriores pudieran ocultar los deméritos recientes y, parece ser, durante casi todo su reinado. Un error que seguramente no comparten los monárquicos que saben que para que la monarquía tenga riego en estos tiempos democráticos, las figuras coronadas, las personas, deben ceder ante la propia trascendencia de la institución.
Los observadores que más respeto estaban pendientes por si el Rey se refería a lo suyo en el discurso; yo me lo temía. Me lo temía porque hay antecedentes; Juan Carlos zanjó sus crisis con la implicación de las instituciones del Estado, y sólo cuando se vio acosado por las evidencias periodísticas e imágenes pidió perdón en el pasillo de una clínica. La prensa monárquica y la omertà cómplice, se dieron por satisfechos y hasta nos vendieron la grandeza de tal gesto pasillero.
No, no se trata de eso. Si Felipe está luchando por la institución, no cabe más explicación que ante las Cortes, con toda la solemnidad que corresponde, ni más ni menos, a renovar sus votos y salvaguardar el modelo en el que se cimenta el régimen de 1978. No vale una disculpa como la de su padre que, a falta de una ley sobre la Corona- pendiente y ahora urgente-, se revistió de la capacidad de interpretar, con un poder metaconstitucional, su papel en el mallado constitucional y así, su propia inviolabilidad.
El juancarlismo, esa manera de sobrevivir intelectualmente de los que alguna vez fueron republicanos, o nada, está en crisis. Cuando defienden a Juan Carlos, en realidad se están justificando a sí mismos. Aún suenan las palabras de Felipe González, juancarlista, asegurando -antes lo hizo Pedro Sánchez- que la nuestra era una monarquía republicana.
Sin duda que Philip Pettit, sostenedor de ese artefacto, no lo compartiría porque nunca podría referirlo a una dinastía como la borbónica con sus antecedentes. Porque no hay democracia sin responsabilidad.
El sacerdote y poeta, Blanco White, muerto en el exilio como tantos sevillanos ilustres, dijo: "Nunca sentí esa clase de patriotismo que ciega a los hombres tanto con respecto a los defectos de su propio país como a los suyos personales".