Monarquía republicana, republicanos juancarlistas y otros oximorones, que siempre encuentran un lugar cómodo en los discursos de los "agradaores". Philip Pettit ha sido durante mucho tiempo el refugio filosófico de estos pensamientos, que los hay para todo y para todos. Monarquía republicana decía, así abierto, si especificar si se trataba de Canadá y su monarquía a distancia o a Australia, con lo mismo, referéndum mediante. O a las monarquías republicanas de desierto. Sirvió para los juancarlistas y bueno.
Empezaré con la escritura al completo del primer párrafo del artículo 85 de la Constitución de la República Española de 1931: "El Presidente de la República (el Jefe de Estado) es criminalmente responsable de la infracción delictiva de sus obligaciones constitucionales".
Ahora, el Jefe de Estado es inviolable, siempre lo ha sido a lo largo de todas las constituciones monárquicas que ha "disfrutado" el Reino. Se puede decir que, al menos, en la de 1978, la persona del Rey ya no es sagrada. Un pasito; en las de 1812, 1845, 1876, era, además de inviolable, sagrada; solo en la de 1869, no disfrutó un Borbón de tan sacra consideración.
La sacralidad no aparece ahora, quizá porque no hacía falta. Intocable herencia del monarca de su igualmente intocable predecesor en la jefatura del Estado. Por eso nadie se ha atrevido con Juan Carlos durante todos los años de su reinado. A duras penas y poca condena, se atreven ahora algunos a intentar tímidamente algo, mientras otros corren a desprenderse del pelo de la dehesa juancarlista.
Sin ningún espíritu crítico en la Transición, sostienen sus apologetas que la monarquía, en el momento constituyente, ni se discutió, y tanto que no. Formaba parte del pacto del silencio, traducido, se ve hoy, en complicidad. No había ninguna ingenuidad en no enterarse de lo que pasaba en Palacio, había conocimiento culpable y se participaba del reparto, estelar y material. El juancarlismo fue consciente como también el republicanismo de derechas que lo hay. Hoy, apenas se mejora, sigue la omertá acrítica.
Un medio capitalino decía estos días que Juan Carlos era un gran desconocido, y tanto, ellos mismos impidieron saber de él, como todo el establishment de la corte.
Estuve presente en un corrillo con el presidente González, defensor de esta monarquía republicana. Preguntado por su época de presidente, afirmó: "En el Gobierno siempre sabíamos dónde estaba el Rey, menos cuando salía en moto y con casco". Toda una metáfora risible; una moto y un casco han bastado para ocultar al pueblo y a sus instituciones democráticas la vida azarosa-no me importan sus aventuras amorosas, sino pagarlas- en la que, una vez más, un Borbón ha instrumentado una monarquía extractiva a su servicio. En alianza, no con esas monarquías republicanas sino con otras absolutas al servicio de la rapiña de sus pueblos. Pero se guardó un silencio escénico y reverencial. Silencio, una de las actitudes más sobrevaloradas en una sociedad democrática.
"El silencio es el partido más seguro para el que desconfía de sí mismo", decía Wittgenstein, pero me gusta más esto otro porque su autor tiene una estatua incriminatoria frente a Palacio: "Bienaventurados los que no hablan, porque ellos se entienden". Mariano José de Larra, un periodista que no callaba.