En estos días de fastos me ha venido a la memoria una escena de The Crown. Recrea la boda de Isabel de Inglaterra y Felipe de Edimburgo. Sir Winston Churchill llega a la catedral acompañado de su esposa y hace el paseíllo,- revestido de toda su auctoritas-, entre impresionantes muestras de respeto y admiración de los asistentes puestos en pie; Jorge VI contempla sonriente; se lo merecía. La cinta refleja también el momento en el que Winston, desde un lugar reservado, manifiesta en voz alta su contrariedad por el matrimonio; tenía derecho.
La escena me llevó a unas palabras de la primera ministra de Escocia, Nicola Sturgeon, con ocasión de la suspensión del Parlamento británico por Boris Johnson. Ante las críticas a Isabel II por su papel constitucional, la lideresa independentista sostuvo: soy republicana y no tengo nada que reprochar a la Reina, lo que podemos hacer los republicanos es mejorar para que pase desapercibida por innecesaria.
El aplauso es una manifestación de aprobación o entusiasmo hacia una persona o causa, mediante el palmoteo, es decir, chocando una con la otra, las palmas de las manos, así lo dice el diccionario de la RAE.
En ningún caso tiene que ver con el respeto debido ni con su falta. Crecí en una cultura en la que los silencios son más sonoros que los aplausos, valen para expresar discrepancias con respeto, sin dejar uno de ser respetado por ello. Es verdad que en el universo taurino, tan romano como mi ciudad, en el grado de triunfos, la ovación ocupa un lugar menor, a falta de méritos superiores. Mejora algo con una o dos vueltas al ruedo, un desfile o alarde ante el respetable.
En Roma, la ovación estaba reservada a aquellos que no merecían triunfos, reconocidos y sufragados por el Senado. Los triunfos,-apenas la ovación-, servían para ameritar en la carrera política pero no bastaban, había que ganar unos comicios para poder acceder al consulado. Eso en tiempos republicanos, luego de los Idus de Marzo, las coronas de laurel se tornaron de oro y los emperadores prescindieron de méritos triunfales y comicios. No necesitaban ni de éstos ni del Senado, los aplausos estaban garantizados, enlatados diría hoy, Cicerón.
La mejor manera de reconocer a la jefatura del Estado consiste en no esperar más de ella que lo que escrupulosamente le reserva la Constitución; esperar de más es tener de menos a la propia Carta Magna, atribuir responsabilidades que no son propias de tan alta magistratura, la compromete inútilmente. Los vivas pertenecen a estados de entusiasmo escénico y reverencial, a tics antiguos o espasmos emocionales, no a una necesidad vital de las instituciones democráticas que no requieren de más ánimo que la voluntad democrática del pueblo, ni más tutela, siquiera simbólica, que el justo equilibrio de los poderes del Estado.
Las democracias modernas no miden su fortaleza por aplausos o vivas, -ni prueban la educación o elegancia de sus señorías-. Tampoco la de los jefes de Estado, cuya legitimidad de origen está en las urnas o está, de ejercicio, en el neutral y honesto desempeño de su función constitucional.