Hay una atracción insoslayable (y, por tanto, un conflicto irresoluble) entre filosofía y arte que surge de la noche de los tiempos. Platón afirmaba en su República que “la desavenencia entre filosofía y poesía viene de antiguo”, así que imagínense. Algo de luz arrojaba su discípulo Aristóteles, en su Poética: “La poesía es más filosófica y elevada que el propio logos, puesto que la poesía habla de lo universal y el logos de lo particular”.
Eliot afirmaba que filosofía y poesía son lenguajes diferentes acerca del mismo mundo. Nietzsche se quitaba el problema de encima de un plumazo, con la misma alegría con la que mataba a Dios en una esquela. Y Heidegger, bendito sea, afirmaba que es antes la poesía, puesto que esta hace posible a la filosofía, definiendo la lengua en la que se piensa. Un retorno este a los tiempos de la hoguera frente a la cueva, a cuya mortecina luz se contaban las historias que explicaban todo lo que el círculo de llamas no alcanzaba a iluminar. Platón, que ya nos había hablado de otro fuego que proyectaba sombras sobre una caverna, creía firmemente que el mythos era un impedimento al logos, pero Platón, claro está, no lo sabía todo. No sabía que el logos no es mas que una persecución eterna de un horizonte inalcanzable, que la ciencia no pararía de expandir, y cuyo ritmo no hay filosofía que lo resista.
Platón no sabía todo, pero sabía bastante. Sabía, por ejemplo, que las Ideas no son realidades físicas, sino intuiciones, explicaciones que nos damos los individuos a nosotros mismos y a otros, intentando calmar la sed eterna de conocimiento. Al igual que la ciencia se encuentra cada día con zonas de sombra, el logos filosófico tropieza constantemente con sus propios pies de barro, y se derrumba. Y es ahí donde entra en juego el arte, el mismo que define la lengua a través de la cultura, para explicarnos. Tratando, no con ideas, sino con representaciones, no con seres humanos, sino con sus máscaras, con los personajes. Esta aparente disquisición no es tan gratuita o perteneciente al campo de lo intelectual como podría parecer, sino, muy al contrario, el mayor desafío al que se enfrenta el ser humano en este siglo.
Dolorosamente consciente del camino que le ha llevado desde la hoguera al selfie; despreocupadamente inconsciente de los sacrificios que ha costado y la sangre que se ha vertido para garantizarle la libertad necesaria para hacer esa foto; progresivamente permeable a los mensajes contradictorios que le rebotan las redes; alarmantemente ignorante sobre quién es de verdad, el individuo moderno vive en un permanente estado de enfado y desconcierto. Quiere pelear, y no tiene con quién. Quiere ser feliz, y no sabe cómo.
Y usted dirá, ¿por qué me está dando la chapa este señor? Pues todo es para recomendarle que, ahora que tiene tiempo, se ponga una serie.
Concretamente, la segunda temporada de la serie Mira lo Que Has Hecho, (Movistar). Si no la ha visto aún, hágalo. Es uno de los productos más culturalmente subversivos y asombrosos que yo he consumido nunca. La serie, creada por Berto Romero y dirigida por Carlos Theron y Javier Ruiz Caldera, es, aparentemente, una comedia liviana. El protagonista, Berto Romero haciendo de sí mismo, es un cómico que reacciona a la paternidad como buenamente puede. Esa parte no deja de ser el azúcar que envuelve esa píldora que nos tomamos satisfechos. Porque debajo, Romero (apoyado en los guiones por Enric Pardo y Rafel Barceló) esconde una certerísima reflexión sobre el papel del artista en el mundo. El Berto de la ficción rueda a su vez una serie en la que se interpreta a su vez a sí mismo. El juego de espejos entre la nueva realidad que establece la ficción y la supraficción que tiene que verse obligado a representar es absolutamente desolador. No es difícil salir más allá de lo obvio, del artista indagando sobre el arte, del padre sin manual de instrucciones, del marido sobrepasado. Con poco de esfuerzo apreciamos que, entre risas, Mira lo Que Has Hecho nos habla de nuestro nuevo mundo, construido a golpe de irrealidades, de fake news y troles, de fotografías con tantos filtros que ha vuelto hiperreal el rostro que mostramos en Instagram… y una burda mentira el que nos devuelve el espejo.
Berto Romero ha firmado una obra maestra indiscutible, de engañosa sencillez. Reunida toda la familia de ficción ante la serie que ha rodado el personaje de ficción, le muestran su descontento, su incapacidad para reconocerse en lo que ha rodado. El personaje de Berto exclama: “¿Cómo podéis ser tan egocéntricos para pensar que estoy hablando de vosotros, cuando en realidad solo estoy hablando de mí?”. Escupida la carcajada, en la boca del espectador queda el regusto a mentira que deja la frase. Porque la serie, puro mythos, encierra bajo su azúcar un espinoso logos que no habla de ella, sino de nosotros. Una interrogación sobre lo que somos, sobre percepción y esencia, absolutamente aterradora. Y que toda persona contemporánea tiene, quiera o no, que afrontar. Así que mejor hágalo riendo.