España tiene desde hace unos meses un nuevo récord que celebrar, aunque mucho me temo que no es un positivo. Hemos alcanzado el récord histórico de corrupción de toda nuestra historia.
La clasificación está realizada por la ONG Transparencia Internacional. A España la colocan en el puesto número 41 entre 176 países, un puntaje de 58, igual que en el año 2015, pero en peor situación en la tabla. Países como Nueva Zelanda y Dinamarca tienen la mejor clasificación de todas, con 90 puntos cada uno. Mientras que España está por detrás de países como Emiratos Árabes Unidos, Bután, Botswana, Bahamas, Catar, Cabo verde, Hong Kong y Uruguay.
Son noticias terribles, sin duda, pero, por desgracia, nada que nos coja de sorpresa. Po-dríamos disertar durante horas acerca de la necesidad de cambiar nuestro horizonte inmediato, de la desasosegante falta de reacción de los políticos, de cuáles deberían ser la medidas más urgentes que tendríamos que incorporar, cuál es el mejor modo a largo plazo de lograr acabar con esta lacra…
No serviría de nada.
Ya no se trata de que tengamos distintos puntos de vista sobre qué hacer o qué camino recorrer. Los españoles tienen claro que, tras el paro, la corrupción es el problema más urgente para ellos, como demuestra el incremento sostenido que en esta área reflejan las encuestas de Demoscopia.
Si considero que no sirve de nada hablar sobre cuáles deben ser las medidas más urgentes que debemos aplicar es porque no creo que lo más necesario sea cambiar nada en nuestro sis-tema.
Los que debemos cambiar somos nosotros.
No hay español, por preocupado que esté por la corrupción, que no menee la cabeza al leer las cifras de Transparencia Internacional, y escupa la consabida frase "En España, ya se sabe…". Parece que somos así, que debemos ser así, que algún tipo de gen de la españolidad lleva asociado el comportamiento golfo y canalla, el mismo frente al que nos indignamos en público y que secretamente admiramos con una sonrisa interior.
Cuando el jugador del equipo propio se deja caer en el área contraria, cuando el fontanero pregunta, con un guiño, que si la factura la queremos con IVA o sin IVA, cuando el político del partido al que votamos se enfrenta a las acusaciones… ¿cómo reacciono yo? ¿Aplaudo al jugador, asiento al fontanero, disculpo al político? ¿Reclamo falta, pido la factura con IVA, exijo más al propio que al ajeno? ¿O me atrinchero en el color, en la conveniencia, en la auto-complacencia?
Las revoluciones que queremos imponer en las instituciones tienen que empezar por donde empiezan todas las revoluciones. Por el metro cuadrado que tenemos delante de nosotros. Por eso creo que, la primera respuesta a la corrupción tiene que ser una sonrisa de esperanza, seguida por la reflexión de cómo podemos hacer nosotros nuestro país un poco mejor, para finalmente, lo más difícil de todo, hacerlo.