Contaban los ancianos —y un señor llamado Victor Hugo así lo recogió—, que las paredes de la imponente y enigmática catedral de París encerraban un misterio terrible, que inspiraba terror en el corazón de los más pusilánimes. Otras aseguraban que, en realidad, tal misterio horrible no era sino una historia de amor, de amor extraño y no correspondido.
Los niños y los comerciantes que pregonaban sus baratijas cerca de Notre Dame se horrorizaban cada cierto tiempo con una silueta extraña que se desplazaba por las campanas de la catedral, sobre todo al alba y al anochecer. Algunos ancianos decían que se trataba de un espíritu, mientras que otros aseguraban que se trataba de una temible bestia peluda que se escabullía por las noches en los edificios cercanos con la malsana intención de beberse la sangre de los recién nacidos. La verdad, no era ni una cosa ni la otra, sino un ser humano común que había nacido con una extraña deformidad en la espalda…
La joroba del elusivo y misterioso campanero era, como todos sabemos, continente de todo el amor que no llegaba a caberle en el pecho. Amor que sentía por la bella gitana Esmeralda, por la que rivalizaría con el malvado obispo Frollo.
Todos conocemos la historia, y su final. Extraño y quizás misericordioso. Quasimodo muere de hambre abrazado al cadáver de Esmeralda. Cuando los lugareños descubren la tumba y encuentran los esqueletos de los dos enamorados, los deformes huesos de Quasimodo se convierten en un fino polvo, que el viento de la tarde de París arrastrará hasta disolverlo en el Sena.
Según la experta en literatura francesa y profesora emérita de la Universidad de Princeton, Suzanne Nash, la obra de Víctor Hugo "tuvo un impacto tan dramático en la actitud del público francés hacia Notre Dame que ese mismo año el gobierno estableció la Comisión de Monumentos Históricos". Y no otra era la intención del inmortal escritor. En 1830, y tras un divorcio tormentoso de su esposa Adèle, Victor Hugo busca un sentido a su existencia. Era la época en el que el desprecio snob y pacato de los parisinos hacia su historia les lleva a rechazar la arquitectura gótica, dedicándose a demoler cuantos edificios y fachadas podían. Decenas de valiosos edificios fueron derruidos en pocos meses, y de nada sirvió el esfuerzo de Hugo para intentar que sus contemporáneos fueran conscientes de su error garrafal e irresponsable.
Fue una feliz coincidencia que Gosselin, su editor, le exigiera que entregara una novela antes de la Navidad de ese mismo año. En aquel entonces, Hugo tenía 28 años y una resistencia descomunal, que requirió para abordar la inmensa tarea. A Navidad no llegó, pero sí que consiguió terminarla en enero de 1831. Gosselin la envió a imprenta con cierto recelo, ya que lo que leía no terminaba de convencerle. Sin embargo sí que convenció a los críticos y a los lectores, que convirtieron aquella historia de amores desdichados en un clásico inmediato, y a su autor en la primera gran superestrella literaria de todos los tiempos. En su 80 aniversario, se decretó un festivo nacional, no hubo castigos en los colegios y el escritor saludó a una procesión de 600.000 personas que pasó por delante de su casa para saludarle. El día de su muerte cerraron todos los lupanares de París para ir a presentar sus respetos a uno de sus principales clientes, cuenta una leyenda urbana. No sabemos si eso es cierto, pero sin duda Hugo es el ejemplo de cómo una idea, una simple idea, puede convertir un puñado de piedras en la piedra fundacional de un país. Y, de la misma forma, cómo el más poderoso y puro de los amores puede volverse un puñado de cenizas arrastradas por el viento en tan solo unos instantes.
Creo que la tragedia de Notre Dame, que afortunadamente será solo un tropiezo en su bella y longeva historia, es una de las mejores cosas que podrían habernos sucedido. Damos por sentado que las maravillas que nos rodean son eternas, son inmutables. Eso, al menos, cuando tenemos la suerte de pararnos a apreciarlas. Para muchos que jamás hicieron el esfuerzo de comprender que esas piedras que sirven de telón de fondo a su ciudad (a París, a Santiago de Compostela, a Burgos, a Sevilla, a Salamanca, por duplicado), quizás el ver asediada por el fuego una joya insustituible les haya servido para detenerse un instante, alzar los ojos, mirar y, quizás, ver entre los arbotantes y las torres, en los campanarios y las gárgolas y los contra-fuertes, a una figura esquiva repleta de amor no correspondido.
Pero, si por un instante, alguien, en algún sitio, se le ocurriera decir que prefiere Notre Dame al Amazonas, el pulmón del planeta, yo tendría que escribir un artículo que finalizase mandando a ese alguien a la mierda. A él, a Notre Dame, y a la madre que los trajo a todos.