Me he leído en tres días el libro de Deborah Levy, Cosas que no quiero saber, publicado por Literatura Random House. Es una «Autobiografía en construcción», no es una novela, no es un ensayo. En realidad a mí me da igual lo que sea: novela, ensayo, autobiografía. Lo que me importa es la inmersión. El libro tiene apenas ciento cuarenta páginas y eso puede tener que ver con mi rapidez en la lectura, pero yo sé que no ha sido eso. Últimamente (desde hace años), cuando no es por trabajo, leo muy despacio. La culpa es del móvil. Es decir, mía. Somos nuestros móviles. Escribo esta frase y me dan ganas de llorar. El caso es que lo he leído rápido porque no podía evitarlo.
En el primer capítulo, Deborah Levy habla de las mujeres y de las madres. A partir del segundo capítulo hablará de la hija, desde la hija, desde ella como hija, porque se remontará a un par de acontecimientos importantes de su infancia. Pero comienza con las madres y cita a Duras y a Beauvoir y a Kristeva. Se pregunta: "¿Sugería Duras que las mujeres, más que un oscuro continente, son un barrio residencial bien iluminado?". Luego afirma: "El barrio residencial de la feminidad no es lugar para vivir". Se refiere a que la vida siempre está afuera. A que todo el mundo acaba yéndose de ahí. A que la casa se construye para el futuro vacío y para esperar el eterno regreso. También para encerrar a todas las Bernarda Alba, guardianas de su propia cárcel. Esto, planteado así, también es para echarse a llorar.
Quiero hablar de eso. De llorar. Al final de este primer volumen de la autobiografía de Levy, cuando ya esta ha contado las cosas importantes de su infancia en Johannesburgo y de su adolescencia en Inglaterra, leí: "Cómo nos reímos. De nuestros deseos. Cómo nos burlamos de nosotras. Antes de que lo haga cualquier otro. Cómo estamos programadas para matar. Para matarnos. Resulta insoportable pensar en ello". Nada más leer ese párrafo busqué un lápiz para subrayar y como no encontré ninguno a mano le hice una foto con mi móvil (que es como decir con mi ojo) y se la envié a una amiga (que es como decir y la escribí en la puerta de un baño público).
Tengo amigas y amigos y tengo madre y padre y solo tengo una hermana, pero nada más podría haber enviado ese párrafo a las mujeres de mi vida. Nunca a los hombres. Y es contradictorio, porque este extracto habla de reírnos, y la risa está contemplada en todos los ámbitos, y admitida. También habla de estar programadas para matar, algo muy aceptado a su vez. ¿Por qué se lo mando entonces, automáticamente, a una mujer amiga, en vez de a un hombre amigo, con todos los hombres amigos que tengo con quienes compartir la literatura y la vida? Porque este párrafo, en realidad, habla de llorar. Y eso es algo que solo podemos compartir entre nosotras.
Que levante la mano la mujer a quien no le hayan dicho nunca estas máximas básicas de la existencia: "No llores. Por eso no se llora. Deja ya de llorar. Otra vez estás llorando. No soporto verte llorar". Que levante la mano el hombre (niño) a quien no se lo hayan dicho nunca (incluso su madre). De todas las cosas viejas e inertes que estaban enterradas en un lugar inmóvil, yo reivindico el derecho al llanto. Ahora, a los cuarenta años, reconozco una rabia y una desazón antiguas: dejadme llorar. Y ahora, con cuarenta años, vuelvo a nombrar una diferencia abisal; cuando le digo a una amiga que tengo ganas de llorar, esta me responde: "Llora, sácalo todo, y quédate a gusto". Sin embargo, un amigo, un amante, un novio, un padre me siguen diciendo: "No llores, por eso no se llora, todo tiene solución menos la muerte". Levy habla de reírnos, pero no habla de reírnos.
Levy habla de burlarnos de nosotras, de tener ganas de matar. Levy habla de poder llorar, de llorarnos. Llorar es un camino, no es una salida, es un alivio que nos ofrece el cuerpo: llorar es como reír, efectivamente, es como gritar, es como tener sexo, es como bailar. Tener ganas de llorar es como tener ganas de beber agua. Quién le niega a un sediento la sed. Dejadnos llorar. Lloremos todos. No pasa nada por llorar. La vida no es más trágica porque haya lágrimas. Es igual de trágica o de oscura o de difícil o de cansada. Pero después del llanto, incluso en la alegría, hay más espacio para la luz.