Cuando abres un libro de Angélica Liddell puedes agarrar bien el lápiz como si fuera un cuchillo (te darán ganas de rajar algunos versos) o como si fuera la escoba voladora de una bruja (querrás desaparecer detrás de la estela de algunos gritos). De La trilogía del infinito (La uÑa RoTa, 2016) leí un fragmento, un poema o una retahíla de arañazos, en voz alta, una tarde en casa de una amiga. Hoy miro este libro negro aquí encima de mi mesa y al abrirlo por cualquier página se alza la voz de Liddell con un ruido que ensordece.
Liddell es controvertida, lunática, pasional, orgánica, sarcástica, honesta y tiene la palabra envenenada. Más bien nos damos cuenta del veneno cuando la leemos: no del suyo, del nuestro. No sabemos exactamente a quién le habla pero siempre tiene una piedra que arrojar antes de cerrarse en el susurro de una niña (a veces le ocurre).
Hoy me he decidido por este párrafo, después de desechar otros muchos; el amor, la batalla que hay en sus insultos no siempre se entiende a la primera: "No conseguís nada porque no os esforzáis en nada, / satisfechos mientras hacéis responsable de vuestras carencias y vuestro fracaso / a un culpable exterior. / Descansáis los fines de semana, / programáis vuestras vacaciones en tiempo de vacaciones, / celebráis la fiesta del trabajo sin trabajar, / contáis las horas semanales que trabajáis / y reclamáis todo tipo de derechos / para no hacer nada hermoso con ellos".
No tengo valor para transcribir otras formas de rebeldía de la dramaturga porque quizá no sabría explicarlas. Me quedo con esta reprimenda, una reprimenda que quizá no sea tal, porque Liddell casi nunca dice lo que parece, o al menos no solo dice lo que parece que está diciendo. Siempre se puede seguir profundizando.
Creo que he elegido estos versos porque esta es semana postelectoral. En los últimos años he votado más veces que nunca en mi vida. No he tenido que pedir ningún voto por correo; cada vez, he acudido al colegio electoral que me corresponde y he metido los sobres en la urna en diferentes tonos de emoción: incredulidad, ilusión, decepción, rabia y quizá desconcierto. En cualquier caso, siempre he sonreído cuando me han devuelto mi carné de identidad. En esos instantes, siempre parece que tenemos las llaves de algún cielo. Quizá es una sonrisa nerviosa, porque generalmente lo que ocurre en ese segundo de democracia factible se parece más al título del texto de Liddell que cito: "¿Por qué la tierra no se abre bajo nuestros pies?".
Cuando he leído "no conseguís nada porque no os esforzáis en nada" no he podido evitar pensar en el domingo 26 de mayo en Madrid. La tarde soleada y bulliciosa que acabó en desolación (con su contraria fiesta). Luego el lunes, abrir los ojos muy temprano por la mañana y llorar por una época acabada, por temblar, por dudar.
El lunes por la mañana tenía el tinte de una pesadilla llamada extrema derecha. Era como un luto. Luego esa tarde, incluso el martes lento: empezar a construir un planteamiento, una defensa ante el futuro: ¿por qué ha pasado esto? ¿De quién es la responsabilidad? ¿Es nuestra? ¿No conseguimos nada porque no nos esforzamos en nada? ¿Se han cumplido los deseos básicos en los lugares decisivos? ¿Cuántas realidades tiene este Madrid cien veces heroico y cien veces vencido? Al atardecer, el miércoles en un parque del centro, a la salida del colegio, unos niños hablan de contaminación: ahora va a haber mucha contaminación otra vez, dicen que les han dicho sus padres. Algunos adultos se ríen: ahora van a levantar las aceras de nuevo, dicen que se imaginan. Adiós a Madrid Central. ¿Y fuera de Madrid centro, un poquito hacia el sur, hay que despedirse de algo? ¿De qué más tenemos que despedirnos?
El miércoles, ya se habla de manifestaciones. Y el jueves leo en la prensa que quizá Carmena pueda pactar y pactar y pactar. Igual que los otros van a pactar y pactar y pactar. Los pactos en política no son pactos humanos. Las múltiples combinaciones posibles empiezan todas a parecerme un coche tuneado, pretencioso y estridente. Dice Liddell: "Todos estáis hartos. / Sin embargo, / cuando alguien os apunta con una pistola todos decís: "No me mates". / ¿Por qué?". Supongo que porque, en realidad, antes que morir, nos gustaría poder seguir reclamando todo tipo de derechos para sí hacer todo tipo de cosas hermosas con ellos. Pero, ojo, no hermosas por fuera, no: hermosas por dentro. Por dentro, y a lo lejos.