El otro día fui al cine con mi hija a ver Toy Story 4. La primera de ellas la había visto también en el cine, pero aquello era 1995. Toy Story era un fenómeno nuevo llamado Pixar, y también la primera película animada íntegramente con efectos digitales. Era algo distinto y recuerdo que me gustó mucho, que me reí, que me pareció inteligente y tierna. He ido viendo el resto a lo largo de los años, sin motivación alguna aunque siempre con cariño, pero la otra tarde me acerqué al cine con expectativas. La escritora Nuria Labari había recomendado en sus redes la película porque Bo Peep, el personaje femenino estrella, la muñeca de la lámpara, la "chica" de Woody, ¡bomba!, había cambiado completamente de perfil. Ahora es un personaje feminista. Y yo tenía curiosidad, porque tengo una hija y sí, me fijo especialmente en los personajes femeninos de las grandes productoras de cine infantil. Sin embargo, hubo otra cosa que me sorprendió a los pocos minutos de comenzar la peli, algo que claramente entraba en mí de una nueva manera.
Toy Story planea siempre sobre el binomio niño-juguete, juguete-niño: esa relación de amor y salvación mutua que se rompe por azares de la vida o por el crecimiento del niño o el envejecimiento del juguete. Una relación bastante intensa, dependiente y posesiva (no hay más posesión que la que ejerce un niño sobre su juguete preferido), pero también supuestamente hermosa y llena de fuerza y de inocencia y de apoyo y calor. Quizá (no lo recuerdo) en los visionados de las películas anteriores había asociado esa relación niño-muñeco a la amistad o al amor. Esta vez ha sido diferente. Cuando vi a Woody atormentado (una vez más, Woody y su tristeza) por haber sido sustituido, relegado a un segundo plano, mermada su ilusión vital al ver cómo la niña escoge cada mañana a otros juguetes que no son él, cuando lo vi murmurar aquella letanía, qué hacer cuando el niño o la niña a quien has dedicado tu vida te abandona, sale al mundo, crece, te deja por otros, es feliz lejos de ti, o por el contrario es infeliz pero tú no puedes hacer nada ya para ayudarle, y entonces tu vida queda relegada a estar sentado dentro de un armario, envejeciendo, sin ilusión ni motivación y…, bueno, estaba muy claro, me di cuenta de que hablaba del síndrome del nido vacío.
Cada vez que Woody entornaba los ojos con melancolía yo veía a un padre triste y desolado (miento, veía a una madre triste y desolada). Y empecé a mirar la película con ese nuevo registro: el binomio niño-muñeco de Toy Story 4 no habla de amor ni de amistad, habla de maternidad y paternidad (hace años me habría parecido que hablaba solo de maternidad). Seguí el discurso en esa línea, a la misma vez que me divertía y me reía y me emocionaba como siempre pasa cuando vas con una niña al cine y se ríe y se divierte y se emociona, y empecé a vislumbrar lo que sí me ha parecido una revolución.
Se puede seguir queriendo, y cuidando, y riendo, y volando, y viviendo, sin poseer
En esta película, Bo Peep, efectivamente, es una mujer libre. Una muñeca libre, perdón. Una que ha decidido no tener niño. En el código de Toy Story se dice así: ¿no tienes niño? ¿No tienes niña? ¡Estáis perdidos! Es como fuera de la pantalla: lo que al principio parece una pertenencia en realidad te posee (hasta que te abandona). Bo ya no tiene niño, vive en la calle, tiene su propia cuadrilla y es aventurera y sagaz. Todo eso es. Pero, por encima de todo, no tiene niño (¿porque ya no quiere que la abandonen más, ni sufrir más?, ¿o simplemente porque ya no le apetece?). Y Bo intenta hacerle ver a Woody que se puede vivir sin niño. Bo le dice a Woody que el mundo es enorme y fascinante y que ella quiere viajar, no quiere vivir en una habitación, mucho menos en un armario. Woody se resiste, es tradicional y entregado y leal: ¿qué es la vida sin un niño? Bo le dice, mirando al horizonte, abarcando el horizonte con su mirada: pues todo esto. En Toy Story 4 hay una mujer, es decir una muñeca, diciéndole a un muñeco, es decir a un hombre, que no es necesario tener niños, que no se empeñe, que no esté triste si su niña ya no lo quiere, que sea capaz de mirar más allá. Que se puede seguir queriendo, y cuidando, y riendo, y volando, y viviendo, sin poseer. Sin ser poseídos. Que no finja preocuparse por qué será de su niña sin muñeco. Que, en el fondo, es él quien tiene miedo de no tener niña. De no tener nada. De no ser nada.
Creo que es un símbolo potente, no un manifiesto cercenador. Porque se tocan más figuras correlacionadas con la realidad. Hay otra muñeca que jamás había podido tener niña (en este caso, ella quería a una niña en concreto, una que veía cada tarde desde su vieja estantería de tienda de antigüedades), por un defecto de fábrica (ojo con el detalle), y al final acaba consiguiendo lo que había deseado siempre. Una niña perdida. Pero no la que ella quería, sino otra. Una que estaba tan perdida como ella.
No, no es un manifiesto, son símbolos que hablan del deseo y de las restricciones y de las múltiples posibilidades de limitar una identidad. Quiero pensar que hablan del futuro. Y una mujer (¿una muñeca?) mira a los ojos a un hombre (¿un vaquero?) y le dice: yo soy libre, ¿es que tú no quieres ser libre? Y se lo dice sin dolor, sin rencor, sin tristeza, sin coacción, se lo dice desde la libertad. Sí, lo pasé realmente bien viendo esta película con mi hija. Y sí, acabo de escribir una columna sobre una película de animación de Pixar, que, mira por dónde, ya pertenece a Disney.