El nuevo Gobierno, en concreto el recién estrenado Ministerio de Consumo al mando del ministro Alberto Garzón, ha puesto el foco mediático (de nuevo) sobre la llamada 'comida basura'. Según ha aparecido en varios medios de comunicación, y como anunció en una entrevista en el programa El Objetivo, están estudiando poner un impuesto a este tipo de comida en España.
Según sus declaraciones, el objetivo es reducir el impacto de estos alimentos sobre la salud de la población. Y aclaraba que no es solo un tema de fiscalidad, también tendría que ver con la concienciación, con el etiquetado, entre otros, que ayudaría a la población (en principio) a saber si lo que come es perjudicial para la salud. Una medida que, a primeras luces, ha sido aplaudida por varios sectores de profesionales, entre ellos, dietistas-nutricionistas.
Aunque, no han tardado en suceder las reacciones. Tanto desde dentro como desde fuera de la industria alimentaria o cadenas de restauración muy conocidas a las que afectaría esta medida. No sólo reacciones, también dudas y recelos, ya que el tema que, aparentemente puede ser sencillo de entender e implantar, cuando profundizas en él (o cuando “te metes en harina”, nunca mejor dicho) no es tan fácil como parece.
¿Es necesario un impuesto a la comida insana?
La verdad, necesario como tal, no se si es. Lo que está claro es que 'algo' tenemos que hacer porque las cifras son realmente alarmantes. Como ya contara Newtral en un artículo publicado el 23 de este mismo mes, un estudio del Institut Hospital del Mar d’Investigacions Mèdiques (IMIM) y médicos del Hospital del mar vaticina que, en el año 2030, el 80% de los hombres y el 55% de las mujeres presentará obesidad o sobrepeso.
Y la comida basura se relaciona con esta situación de exceso de grasa en el cuerpo. Aunque no es causa única. De hecho, en la obesidad, no podemos hablar de una única causa. Es un problema tan complejo y en el que influyen tantos factores, que intentar simplificarlo a un alimento o un grupo de ellos puede suponer un error de base a la hora de ponerle solución. Lo que sí está claro es que la obesidad es la antesala de un importante número de problemas de salud como diabetes o enfermedades cardiovasculares.
De ahí que comenzara diciendo que algo hay que hacer, si no queremos tener una epidemia en nuestro país, y, casi diría yo, una pandemia a nivel mundial. Pero centrándonos en uno de esos factores (la comida basura), ¿es realmente efectivo subirle el precio para disuadir de su consumo? O, como ya han recriminado desde varios frentes, ¿es una medida que aumentará la presión fiscal a las clases menos favorecidas?
¿Es efectivo un impuesto a la comida basura?
Cuando empecé a leer y estudiar las primeras líneas de las intenciones del Gobierno sobre este tema vino a mi cabeza otra de las grandes campañas (y problemas) de la sociedad actual: el tabaquismo. El tabaco es uno de los productos que más impuestos “especiales” tiene en nuestro país, y, posiblemente, el de mayor carga fiscal. Evidentemente, no sin motivo. Es de sobra demostrado que el tabaco es causa directa del aumento de riesgo de, también, muchas enfermedades como el cáncer.
Los impuestos pueden llegar a suponer casi el 80% del precio final del tabaco (sumando los impuestos especiales y el IVA que se le aplica). Algo muy significativo si se compara con otros productos que también tienen impuestos indirectos, como, por ejemplo, el impuesto sobre la gasolina, que es de un 51%, o el de las bebidas alcohólicas de alta graduación, que es de, aproximadamente, un 42%.
¿Han servido estos impuestos para que baje el número de fumadores o disminuyamos el consumo de alcohol? Permítanme dudarlo. De hecho, en la historia reciente del tabaco, si ha habido grandes hitos con el tabaquismo. Concretamente cuando entró en vigor la prohibición de fumar en lugares públicos como hospitales o centros educativos, bares y restaurantes. Además, vino seguido de las famosas fotos de las cajetillas, donde se mostraba las posibles consecuencias del hábito tabáquico.
A todo se acostumbra uno. Y a ver esas fotos o a pagar más también. De hecho, las últimas cifras de fumadores en este país han vuelto a crecer. Por poner un ejemplo y no alargarme más, porque podríamos entrar a hablar del consumo de alcohol y el gran problema que tenemos en este país donde el 'botellón' es casi un deporte nacional entre las poblaciones más jóvenes, y donde se inician en su consumo cada vez a edades más tempranas.
Visto esto, ¿quién nos asegura que aumentar el precio de un menú de hamburguesa, patatas fritas y refresco de cola con azúcar servirá para que disminuya su consumo? Es más, ¿quién nos asegura que, además, aumentaremos el consumo de productos frescos como frutas, verduras, legumbres o frutos secos? Ya respondo yo a esta segunda pregunta. Nadie. Es como pensar que este impuesto al tabaco servirá para que la gente deje de fumar, y, además, haga ejercicio físico de forma regular. Una correlación bastante difícil.
¿Qué supone el impuesto sobre la comida basura a nuestros bolsillos?
Muchos han criticado la medida por el aumento de carga fiscal contra las clases más desfavorecidas. Según estudios observacionales de hábitos de consumo sobre la población, los productos de peor calidad nutricional como bollería, ultraprocesados o comida basura, son más consumo por los estratos de población que menos recursos económicos tienen. Es decir, la teoría parece señalar a que se decantan por estos productos porque son más baratos, dejando de comprar verduras, frutas, pescado o carne fresca por ultraprocesados.
Y, aunque la correlación no implica causalidad (es decir, que cuando estudiamos estas poblaciones sí vemos que comen más “bollos”, por decirlo de alguna manera), ¿podemos asegurar que es por falta de recursos económicos? O, a lo mejor, ¿es porque les falta educación nutricional? Tampoco tengo respuesta para estas dos preguntas. Lo que si está muy claro es que más barato es. Si comparamos el precio de una bolsa de cruasanes rellenos de chocolate de marca blanca (1 €) con el precio de un kilo de manzanas (1,50 €, de media aproximada), está claro que es mas barato comer bollos para merendar.
Además, si lo miramos por unidades dentro del precio, vienen más cruasanes de chocolate dentro de la bolsa que manzanas en un kilo (¿3? ¿4? ¿cuántas pueden entrar según su tamaño?). Es decir, nos “dura” más (teóricamente, a no ser que nos comamos 2, 3 o 4 unidades de una sentada) la bolsa de bollos que la fruta. Todo apunta a que, económicamente, es más rentable la comida de baja calidad nutricional que aquella que estaría recomendada por salud. Además, pensemos que en el caso de la fruta se recomienda, como mínimo, 2 o 3 piezas cada día y por cada miembro de nuestra familia.
Hemos puesto el caso de las manzanas, que, mas o menos, son asequibles. Pero empecemos a pensar en el precio de otras cosas como los calabacines, el pescado, o la carne. La cesta de la compra saludable podría ser insostenible para una gran mayoría de familias que pueden llegar a ser 5 o más miembros bajo un mismo techo y soportados por un único sueldo (del debate del salario mínimo interprofesional mejor hablamos otro día o del precio del alquiler).
Hasta aquí de acuerdo. Pero, de verdad, soy muy escéptico a pensar que subiendo el precio de la bolsa de cruasanes de nuestro ejemplo revertamos el consumo hacia los otros productos. A no ser que tomemos otras medidas.
De hecho, ¿cuánto va a suponer esta subida? ¿De verdad la vamos a notar tanto? Dependerá de cómo sea la medida final, si sólo supone un aumento del tipo al que tributan el IVA estos alimentos o, además, se le cargará un impuesto especial. Ya podemos adelantar que con sólo subir el IVA la cosa se quedará más bien flojita. Pongamos el ejemplo de una botella de 2 litros de refresco azucarado (uno de los demonios de muchos como causante “único y verdadero” de la pandemia actual de obesidad). El precio medio sería 1,60 € (aproximadamente 0,80 € el litro). Según la ley los alimentos como este tributan con el IVA reducido del 10%, lo que supone que el precio de sin este impuesto del refresco sería de 1,45 €. Y ahora hagamos el ejercicio de calcular el precio con el 21% del IVA (el tipo general): 1,75 €. Es decir, un aumento de 0,15 €. Pues, teóricamente, estos 15 céntimos son la diferencia entre que la población consumo en exceso bebidas refrescantes azucaradas o agua.
¿Qué es la comida basura?
Asumamos que la medida funciona. Que aumentar el precio de las cosas hace que las consumamos menos y que, además, mejoremos nuestra dieta (y hagamos más ejercicio, cocinemos más, compremos menos ultraprocesados y, por arte de magia, aprendamos la frecuencia de consumo de todos y cada uno de los grupos de la pirámide alimentaria). Irreal, pero asumámoslo y partamos de esa base.
¿A quienes aplicamos las medidas fiscales? La respuesta rápida, sin pensar, es fácil: comida basura. Segunda pregunta: ¿qué es la comida basura? ¿Cuál es el límite de un alimento para considerarse “basura” o “no basura” (ni siquiera les llamo “sanos”)? Determinar qué es la comida basura no es tarea fácil. De hecho, la realidad es que no depende tanto del alimento como de ciertos nutrientes y en qué cantidad los aportan.
Alimentos ricos en azúcares, sal, grasas saturadas o grasas trans serían los candidatos a entrar en esta clasificación. Y esto, aparentemente sencillo, complicaría las cosas. Por ejemplo, las hamburguesas. No es lo mismo la que podemos comprar en un restaurante de comida rápida donde la cantidad de azúcares, grasas y sal se dispara, a la que puedas hacer tu en tu casa comprada en la carnicería de tu barrio. Por lo tanto, ¿las hamburguesas son comida basura? Depende.
Parece que tendremos que ir viendo caso por caso si suponer los límites que se consideren saludables de estos nutrientes. Un trabajo que no va a ser fácil. Pero tampoco va a ser fácil definir esos límites. Porque, aunque hemos escuchado y leído, por activa y por pasiva, que no hay que comer más de 25 gramos de azúcares libres al día porque lo dice la OMS (Organización Mundial de la Salud), la realidad es que este organismo NUNCA ha dado una cifra exacta como límite. De hecho, su recomendación dice que no superemos el 10% de las calorías totales de nuestra dieta en forma de azúcares libres. Y, resulta, que no todos consumimos (ni debemos consumir) el mismo número de calorías. ¡Tócate el pie mariloli! A ver dónde pintamos la 'raya roja' para esto.
¿Cuál es la solución a la obesidad?
Quien haya llegado leyendo hasta aquí que no me malinterprete. Personalmente soy partidario de revisar la fiscalidad que se aplican a los productos de la cesta de la compra, haciendo más accesibles a todos aquellos que ayudan a conformar una dieta más saludable. Yo mismo he vivido el hecho de ir a comprar calabacines y ver su precio, o echar “cuentas” a final de mes y ver que la cesta de la compra es una gran parte del presupuesto de la casa si quieres comer medianamente sano (no hablamos de comer fuera de casa e intentar que sea aceptable lo que te ponen en el plato). Y eso que no soy muy partidario de los “superalimentos” de moda que, encima, multiplican su valor por el efecto moda.
Pero una medida así, sola, sin mayores apoyos, peca de buenas intenciones, pero de poco efectiva. Hay que ayudar con otras que hagan que la forma en que tenemos de comer cambie. Y ello pasa por otros puntos que, incluso, son más complicados a priori. Aunque no imposibles, y, por supuesto, no tan rentables a las arcas como un impuesto.
Educación. Educación, educación y educación. La educación nutricional es fundamental. El saber te hace libre y, en el tema de lo que ponemos en el plato, más sano. Si me retrotraigo a la campaña de imágenes en las cajetillas de tabaco o a aquellas que nos advertían de las consecuencias de fumar o la prohibición de fumar en lugares públicos, parte del éxito (temporal) era la concienciación. Y no solo saber, si no también “sentir” las consecuencias.
Y en nutrición esto ha sido fundamental a la hora de concienciar y de los pequeños éxitos que ha habido con temas como los azúcares libres de los alimentos, o el colesterol en su día. Descubrir información que el consumidor y la población desconocía, sumado a la difusión que tuvieron estos temas ha hecho su efecto. No todo el que quisiéramos, pero han tenido efecto. Saber cómo es una dieta saludable, cómo ordenar los alimentos, qué tenemos que comer. Puede ser incluso más efectivo que alertar de lo que no tenemos que comer.
Para ello la figura clave está clara. Aquellos que se han (nos hemos) formado profesionalmente para ello y la ley nos habilita para hacerlo: los técnicos, diplomados y graduados en nutrición humana y dietética. Los profesionales que tienen por un lado todo el conocimiento sobre los alimentos, y por otro, todo el conocimiento del contexto de la alimentación. Fundamentalmente esto último, ya que el ser humano no está aislado y solo come y duerme. Viajamos, trabajamos, celebramos con comida, tenemos diferentes niveles socioeconómicos. Todo esto influye en nuestra forma de comer y debe de ser tenido en cuenta a la hora de generar este plan de educación.
Pero falta algo que es tarea del Gobierno y es fundamental para el éxito de lo que propongo: la inclusión de estos profesionales en el Sistema Nacional de Salud. ¿Por qué? ¿Queremos los dietistas-nutricionistas ser funcionarios para vivir mejor nosotros? No. Mas bien para que los demás vivan mejor a través de un mejor acceso a nuestros servicios por parte de todos. Porque, a día de hoy, si quieres ir a un nutricionista, lo tienes que pagar de tu bolsillo. Y si una cesta de la compra saludable supone un esfuerzo económico, ir al nutricionista de forma privada no hace más que agravar la situación.
El hecho de que pudiéramos tener acceso a través de la sanidad pública, que la asignatura de nutrición y alimentación fuera obligatoria desde la escuela e impartida por, repito, profesionales en el campo, complementado con campañas nacionales de información o etiquetados accesibles y comprensibles para todos, puede (y digo puede, porque en ciencia hay que dudar todo y no sentar bases de nada) que sea el camino al éxito que esperamos: aprender a comer mejor. O mejor dicho, llevarlo a la práctica todos los días de lo que nos queda de vida.