Samuel Luiz murió el pasado 3 de julio en La Coruña a consecuencia de una brutal paliza propinada por un grupo de jóvenes. Tres semanas después, Alex fue bestialmente agredido en Amorebieta por otra horda y aún hoy lucha por mantenerse en el lado de los vivos. Las dos agresiones guardan muchas similitudes, pero una por encima de todas: el absoluto desprecio por la vida de quienes patearon y golpearon a Samuel y a Alex. Sociólogos y criminólogos elaborarán complejas teorías sobre las dinámicas grupales, es decir, cómo se comporta un grupo en situaciones de violencia: los líderes, los que se dejan arrastrar, los que sólo animan… Eso, como digo, será cosa de estudiosos de la materia, pero yo sólo soy un periodista de sucesos que contempla con cierto grado de estupefacción el incremento de este tipo de acciones.
Hace años, desde España mirábamos con horror violentísimas escenas grabadas en América del Sur o en África y nos reconfortábamos unos a otros diciéndonos aquello de: "Bueno, es que en esos países la vida vale menos que unas zapatillas de deporte". Pues bien, ¿cuánto valía la vida de Samuel? Nada, absolutamente nada para los criminales que le apalearon hasta matarlo. Como tampoco valía nada de Alex para esos Koala que protagonizaron la agresión.
Como he dicho antes, desconozco las razones de este aumento de la violencia más primitiva. Pero me niego a pensar que tenga que ver con las nuevas tecnologías o con el permanente exhibicionismo que proporcionan las redes sociales en las que estos salvajes dan cuenta de sus hazañas. Me inclino más a pensar que hemos intentado educar en tantos y tan buenos valores que hemos dejado de lado el más importante de todos: el respeto a la vida. Sin él no hay ningún valor que valga.