Con las muñecas atadas con cinta americana, lacerado a golpes, con el negro del cañón de un revólver apuntándole, Mehmet Demir debió pensar en sus años de gloria, cuando era, por encima de todo, el cuñado de Urfi Cetinkaya, el más poderoso traficante de heroína de Turquía.
Aquellos tiempos, definitivamente, sí habían sido mejores para él. Barruntaba que le quedaban pocos minutos de vida, porque no podía saldar la deuda que había contraído con el clan gitano, Los Cabo, que estaba dejándole claro que se la iban a cobrar con su vida.
El Pollino, su padre –patriarca de la familia–, la mujer del Pollino y dos matones de tres al cuarto, el Tapita y el Quino, le estaban moliendo a palos mientras le exigían los miles de euros que debía o su importe en heroína. Qué lejos quedaba la época en la que eran él y los suyos los que mandaban, los que ajustaban las cuentas a golpe de AK47 si era necesario. Los años en los que su sola presencia era garantía y aval para cualquier transacción de heroína. Los años en los que gitanos y mercheros españoles comían de su mano, sabedores del poder que le daba estar emparentado con Cetinkaya.
Con el dolor inundando hasta la última de sus articulaciones y el olor de la sangre fresca nublándole el resto de los sentidos, Mehmet pensó cuándo comenzó su declive: en sus primeros tropiezos con la Policía, en su noviazgo con Yolanda Romeiro, perteneciente a uno de los clanes quinquis más fuertes de España y que años antes había tenido un final parecido al que iba a tener él. Al menos a ella se le ahorró la tortura, las balas hacen su trabajo muy rápido.
El primer disparo abatió a la niña; los cinco siguientes fueron a la cabeza de Sandra y el último, en la frente, fue para Mehmet
Demir, que pasó de proveedor a cliente en un negocio tan peligroso como el tráfico de heroína, seguía vivo y consciente cuando vio salir a El Pollino y a su esposa, Elisa, de la estancia convertida en su sala de torturas. Nunca supo cuánto tiempo pasó hasta que volvieron. Arrastraban de los pelos a Sandra, su mujer, que esperaba un hijo de él, y a la pequeña Lucía, de seis años, hija de Sandra. Las dos con bridas en las muñecas y en los pies y la pequeña con la boca tapada con cinta.
Los Cabo repartieron los golpes entre la mujer y la niña, pero Mehmet no podía darles lo que querían: no tenía dinero ni droga. Ni el brazo escayolado de la cría provocó la misericordia de los verdugos, que la pegaban en la cara, en el vientre, en presencia de Mehmet y su madre. A Quino y al Tapita aquello les debió parecer demasiado, hasta en su alterada escala moral, y se marcharon. Después, el primer disparo abatió a la niña; los cinco siguientes fueron a la cabeza de Sandra y el último, en la frente, fue para Mehmet. Los tres cadáveres acabaron en un pozo ciego, bajo el baño de la casa de El Pollino. Lucía seguía viva cuando sus asesinos echaron sosa cáustica y hormigón para tapar su cuerpo, el de su madre y el del turco.
Esto, ocurrido el 16 de septiembre de 2017 en una casa de Dos Hermanas (Sevilla), es exactamente lo que se juzga desde hace unos días en la Audiencia de Sevilla. El fiscal pide prisión permanente revisable para cinco de los siete procesados que se sientan en el banquillo. Y uno se pregunta si hay reproche penal suficiente para semejante crueldad. Y se responde que no.