Llevo 31 años dedicado al periodismo de sucesos, a contar historias de malos, y no me deja de sorprender la atracción que los asesinos generan entre el público e, incluso, entre algunos medios de comunicación. En estas tres décadas no he conocido a ningún criminal que pinte paisajes florentinos en su celda o que cocine refinados platos con el hígado de sus víctimas como principal ingrediente, tal y como hacía el Hannibal Lecter encarnado por Anthony Hopkins en 'El silencio de los corderos'.
El psiquiatra y criminal en serie creado por la pluma de Thomas Harris y llevado al cine por Jonathan Demme posee un magnetismo que solo es posible en el territorio de la ficción. En la vida real, los caníbales son tipos como Francisco García Escalero, un mendigo esquizofrénico que, presa de los delirios azuzados por el vino y los rohypnoles que se metía masivamente entre pecho y espalda, reventaba a pedradas las cabezas de otros indigentes tras compartir con ellos unos cartones de alcohol barato. En ocasiones, mutilaba sus cadáveres, practicaba sexo con ellos y hasta llegó a comerse algún resto de sus once víctimas.
No he encontrado en la realidad a ningún asesino en serie como el Dexter de la televisión, experto conocedor de las ciencias forenses y que eleva sus crímenes a la categoría de obras de arte. Uno de nuestros peores asesinos seriales, Alfredo Galán, recogía los casquillos de su pistola Tokarev con una redecilla para guardar ajos y, harto de matar, se entregó borracho en la comisaría de Puertollano (Ciudad Real). Cuando los agentes de Policía y Guardia Civil que le persiguieron durante meses le preguntaron por qué mató a seis personas, dijo: "Estaba viendo la televisión, me aburría y salía a matar". Así de simple, así de vulgar.
La vulgaridad y hasta la insignificancia son características comunes de las personas capaces de provocar dolor y daño. El último ejemplo lo hemos visto hace unos días en el banquillo de los juzgados de Santiago de Compostela. Allí se ha enjuiciado a Enrique Abuín, El Chicle, un delincuente de poca monta, que respondía por el intento de secuestro de una joven en Boiro (La Coruña) y que aún tiene pendiente el juicio por el asesinato de Diana Quer.
Juan Carlos, el padre de Diana, pudo ver de cerca al verdugo de su hija desde su asiento de la sala de audiencias. Con un hilo de voz, con la cabeza agachada, El Chicle se defendió torpemente y no fue capaz de volver su mirada hacia la izquierda, sabedor de que allí estaba el padre de su víctima. Abuín era, en el banquillo, un tipo insignificante.
Quizás sea José Bretón quien mejor encarne la vulgaridad del mal. Mientras la Policía buscaba los restos de sus hijos, Ruth y José, en la finca donde los mató y los quemó hasta reducirlos casi a cenizas, él departía tranquilamente con los agentes, les proponía sacar la guitarra y echar unos cantes y hasta se ufanaba de que mientras estuvo casado con Ruth, la madre de sus hijos, "se follaba cuando yo quería". Sentado en el banquillo, Bretón mostró su verdadera cara, la de un tipo esmirriado, con una voz aflautada, que proclamaba una inocencia aplastada por las pruebas que había contra él.
Ana Julia Quezada, la asesina del pequeño Gabriel Cruz, tenía un micrófono en el coche cuando trasladó el cadáver del crío. Lo desenterró y lo llevaba en el maletero mientras lanzaba frases ofensivas contra el niño. Solo minutos después, la Guardia Civil interceptó su vehículo y Ana Julia, aterrorizada, decía a gritos que ella no tenía nada que ver con el cadáver que había en el maletero de su coche. Otra hacedora de un mal infinito comportándose como un vulgar robaperas al que sorprenden en flagrante delito.
El escritor belga George Simenon decía que un asesino es "alguien como usted y como yo, justo antes de cometer un crimen". Un veterano investigador de Homicidios me decía, tras haber detenido a centenares de asesinos: "No hay ni asomo de atractivo en ellos, son vulgares, sucios y, por lo general, imbéciles". Quizás haya llegado la hora de curarnos esa atracción por los malos. Los buenos, créanme, son mucho más interesantes.