Anda la derecha, tanto española como catalana, cabizbaja y mohína tras los resultados electorales. En el ámbito nacional ha sido poco menos que el fracaso del almirante Cervera frente a la flota yanqui; en Cataluña, bien puede decir la neoconvergencia de Puigdemont aquello de "En Flandes se ha puesto el sol". Las dos, con toda seguridad, comentan aquello de "Vaya hostia", porque se ha demostrado que, más allá de campañas mediáticas, la gente pasa olímpicamente de ellos. Casado pierde la mitad de escaños, Puigdemont lo mismo. Los extremeños se tocan, dice la zarzuela.
El caso catalán es particularmente singular, porque evidencia, además del tremendo éxito de Esquerra – son los mejores resultados de toda su dilatada historia – con sus quince diputados, el triunfo de Junqueras frente al fugado Puigdemont; es, si me permiten el símil, un éxito ético, moral, es la victoria de quien defiende sus ideas aún a riesgo de perder la libertad ante quien escapa cobardemente para eludir sus responsabilidades políticas.
No soy sospechoso de defender al separatismo, pero hay en el líder republicano una nobleza, dejando aparte sus ideas, que en la figura del ex President no es posible encontrar ni buscando con lupa. Ni en la de quienes le acompañan, si a eso vamos.
Esquerra se convierte, por lo tanto, en la heredera depositaria de lo que en su día representó aquella Convergencia de Jordi Pujol que, a pesar de haber obtenido representación en el Congreso encarnada en Junts per Catalunya, está sobrepasada por la historia, por el tremendo peso de la corrupción y por su hipocresía. Ara ja no toca, señores.
El votante independentista ha sabido entender que las bravatas de Torra, de Jordi Sánchez, de Puigdemont o de Borrás no iban más allá que de sus propios intereses personales. Siempre dije que esta gente no tenía la menor intención de proclamar independencia alguna, y que sus intenciones eran solo asegurar la supervivencia del modelo corrupto y clientelar que durante cuarenta años tan buenos resultados dio a la burguesía comisionista catalana.
Asistimos, pues, al hundimiento en paralelo de la derecha de Fraga, heredera de aquella Alianza Popular, batiburrillo de los demócrata cristianos de Óscar Alzaga, los liberales de Areilza, los social demócratas de Fernández Ordóñez o las bisoñeces de Hernández Mancha. Es toda una manera de entender quees la derecha española la que se escurre por el desagüe de la historia de la mano de la derechona catalana caciquil de regateo corto y corrupción institucionalizada creada por el mesianismo pujolista.
A sus herederos les quedan solo siete diputados, la mitad de los que tenían. Añadamos que ninguno de sus inventos – Consell de la República, listas unitarias et altri – le ha funcionado. Le queda solo al de Waterloo obligar a Torra aguantar como sea el Govern y evitar la convocatoria de elecciones a corto plazo. Pero incluso ese objetivo parece inalcanzable para los neoconvergentes.
Tras las generales, tenemos a la vuelta de la esquina municipales y europeas, y ahí también es previsible que la hostia sea de alivio. Será también una buena ocasión para tejer gobiernos tripartitos entre Esquerra y socialistas. Ese es el escenario que peor se acomoda a lo que Puigdemont y los suyos desean. Porque, una de dos, o se comen sus palabras, reculan y entran en la vía del diálogo propugnada por el vencedor Sánchez y secundada por Junqueras, o estarán condenados a quedarse solos, solísimos. Lo dicho. Qué hostia, nene, qué hostia.