Era un gentleman de Bilbao, un caballero con la sonrisa a punto, siempre a juego con los calcetines, y una mirada donde nunca hacía mal tiempo. Era difícil pensar que iba a morir tan pronto. Yo lo imaginaba de viejo, sobreviviendo a toda nuestra generación; lo imaginaba paseando su vejez con elegancia, bastón, canotier y pajarita, interpretando el morse de sus pisadas para luego trasladarlo a una novela, a un cuento, a un guión cinematográfico; qué sé yo.
Porque Fernando Marías siempre andaba de líos con la ficción, desenredando una y otra vez el ovillo del subconsciente hasta dar con una historia merecedora de ser contada. Su última novela fue premonitoria. Lleva por título 'Arde este libro' (Alrevés), y en ella Fernando Marías inventó un hotel con puertas al pasado, a ese pasado que llegó a tocar con las manos mientras escribía y practicaba el exorcismo, sacando sus demonios a pasear por las calles de un Madrid que ya no existe y que ambos vivimos a tragos largos.
El alcohol es el verdadero protagonista de su mejor novela, la que nunca será la penúltima por ser la definitiva. Escrita con el hígado, Fernando Marías nos entrega en ella su tormento; una historia de amor que deja un regusto amargo, semejante al sinsabor de la noche madrileña cuando se termina y te encuentras a toda esa gente que madruga dispuesta a entregar su alma al patíbulo helado de las oficinas.
Con esa luz del nueve largo que fulminó a Hemingway, y cuyo resplandor es el ruido de fondo de los novelistas, iluminábamos nuestras conversaciones desde la noche antigua que nos conocimos. Fue en una fiesta de esas que había antes, cuando se pagaba en pesetas y la Feria del Libro de Madrid nos juntaba. Él había leído mi primera novela y en sus palabras había flores y aplausos. Ya no bebía, me contó; el alcohol había sido su refugio durante años. "Bebía tanto y tan deprisa que había acabado alejado de mí mismo. Por eso hui del alcohol, para poder encontrarme", me confesó aquella noche.
La fiesta terminó y seguimos la nuestra, en uno de esos bares que no cerraban, lleno de taxistas y de busconas. "La vida es el tiempo que se tarda en volver a casa", comentó con ese refinado sentido del humor del que hacía gala cada vez que la ocasión se presentaba. En la Plaza de San Bernardo, mientras nos comíamos un filete más duro que el plato, seguimos hablando de las películas de Bloody Sam, desde 'Grupo Salvaje' a 'Clave: Omega', pasando por 'Perros de Paja' y sin olvidarnos de la cabeza de Alfredo García. Menudo repaso que le pegamos a Peckinpah, el cineasta que consiguió hacer obras de arte envolviendo sexo y violencia en gasa transparente.
Son montonera de recuerdos los que tengo de Fernando Marías. Le debo mucho. Tanto es así que el prestigio de mi fracaso no hubiese existido sin su apoyo. Con todo, si hay algo por lo que siempre le estaré agradecido es por haberme presentado a una de esas mujeres por las que un hombre derraparía en curva, escribiría una novela o consumaría un asesinato. Me refiero a Carmen Posadas.
En una ocasión le comenté a Fernando que si algún día me pegaban un tiro en la cabeza no me matarían a mí, sino a ella. Él sonrió y me invitó a hacerlo público. "Eso es muy bueno, tienes que escribirlo", me dijo. A lo que yo le contesté. "No, tío, eso lo escribes tú cuando yo me muera; te dejo encargado mi obituario". En fin, que todavía no me lo creo.