Me acabo de enterar de la muerte del editor Julio Ollero, ocurrida el pasado octubre. Si traigo hasta aquí esta noticia es porque Julio Ollero estuvo a punto de ser mi editor, pero mi inocencia de entonces, sumada a la inconsciencia que me gastaba, no lo permitieron.
Conocí a Julio Ollero a mediados de los años noventa, cuando yo todavía no me había marchado de Madrid y la primavera se dejaba tocar en la cuesta de Santo Domingo, donde Julio tenía la editorial que había montado con Rosa, su mujer; un cubículo repleto de libros antiguos y obras de arte. Nos hicimos amigos de inmediato, o eso me da por pensar ahora, veinticinco años después, cuando el tiempo ha dejado sitio al arrepentimiento. Porque fue él quien me profetizó lo que podía pasarme si tomaba el rumbo equivocado, si me dejaba llevar por los cantos de sirena de un mundo donde las relaciones están siempre falsificadas. Quiso amarrarme al mástil de la verdad, pero yo no me dejé. No hice ni puto caso a sus consejos.
No hay culpa más sublime que la culpa de la inocencia y, por aquel entonces, yo era tan inocentón que pensaba que mis mayores serían incapaces de putearme. Tuvo que pasar el tiempo, ya digo, para darme cuenta de que la joven promesa literaria que yo era se había convertido en una amenaza para uno de ellos. Sí. Fue entonces cuando empezaron los problemas y fue entonces cuando volví a escuchar las palabras de Julio Ollero, grabadas a fuego en mi memoria: "Hijo, el mundo de la edición es un mundo de caballeros. Pero cada vez quedan menos caballeros. Lo que más abundan son los rufianes... y las rufianas". Pero no he venido aquí a hablar de rufianes ni de rufianas que practican el intrusismo. He venido aquí a hablar de Julio Ollero, de su pulcritud a la hora de elegir la tipografía adecuada, el interlineado relajante a la vista y la ilustración más original para la cubierta, ya fuese un grabado o una obra de arte contemporáneo.
Me regaló una montonera de libros que, a pesar del trajín del tiempo y de sus mudanzas, sigo conservando como oro en paño. Desde una Gramática Parda al relato marinero de Francisco Coloane, pasando por un Breviario del vino de Caballero Bonald y, cómo no, el cuento de los fantasmas del cine Roxy, donde Juan Marsé hace un ejercicio de vanguardia literaria y aproxima su narrativa al guión cinematográfico; un ejemplar numerado con dibujos del pintor Bonifacio Alfonso.
Del breve espacio de tiempo en el que frecuenté su editorial, guardo recuerdos intensos; charlas amigables sobre música, cine, pintura y literatura. Conversaciones regadas con café recién hecho y güisqui puro de malta. El humo no podía faltar y yo siempre acercaba mis buenos canutos; polen fresco, yerba africana y goma de Oklahoma. Fumábamos, bebíamos y escuchábamos música, Irakere, Bach, tangos, narcocorridos, flamenco y todo eso, mientras me contaba anécdotas de Carlos Barral y de Fellini, personajes a los que había tratado en su agitada juventud.
Pero si hay un momento que quiero destacar de todos los que pasé junto a este gran tipo, fue el momento en el que llegó a su editorial el último manuscrito de Gabriel García Márquez. Era un relato corto. Lo tuve en mis manos temblonas; para mí era el relato de Dios.
No recuerdo bien su título, tenía que ver con los demonios y los exorcismos, algo así. Lo que recuerdo es que me puse a leerlo de inmediato.
Era la historia de un anciano que se enamora de una chica virgen. Sí. Fue el último relato del Gabo que años después apareció con el título "Memoria de mis putas tristes". Llegados aquí, sólo me queda decir que, por estos y otros tantos detalles, estoy en deuda con la vida que un día elegí y que me ha llevado a conocer a personas como Julio Ollero.