Hubo un tiempo en que las máquinas de escribir eran igual a metralletas Thompson y los periodistas las manejaban a conciencia. Entonces se podía fumar en las Redacciones y el periodismo era una aventura que se corría a pleno pulmón.
De ese tiempo antiguo viene Pedro Avilés, de cuando no existían teléfonos celulares ni zarandajas ni cacharritos, y los sucesos se cubrían a pie de calle, agarrando el auricular de cualquier teléfono público para dar cuenta de la noticia.
Saber armar un reportaje sobre un suceso determinado consistía en saber hacer un muerto, o lo que es lo mismo, llegar el primero al lugar de los hechos, entrar a puerta fría en el domicilio de la víctima para interrogar a los parientes y aprovechar un descuido para birlar alguna foto del álbum familiar, así como dar con el forense para que te contase detalles de la autopsia.
La picaresca y el talento se combinaban como la ginebra y el Martini seco, un cóctel bien agitado para que los lectores pudieran tragárselo de un golpe y pedir otro. En eso consistía el oficio. Fueron tiempos de nervio y calle, ya dije. Tiempos que no volverán.
Para los que añoramos aquel periodismo de acción, acaban de aparecer publicadas las memorias de Pedro Avilés, periodista de raza que, desde muy joven, se tiró a la vida con el firme propósito de contarla. Sus reportajes en El Caso o Interviú son piezas de museo que hoy se reservan para las hemerotecas. Pero hubo un tiempo en el que fueron actualidad. Sin ir más lejos, el reportaje que se marcó cuando lo de Puerto Hurraco, donde llegó como un llanero solitario al poblado del crimen, es digno de estudio. Sobre todo por cómo se lo hizo.
Se coló en el velatorio donde los cadáveres de las niñas estaban expuestos en sus féretros con ropas de la primera comunión. Con su cámara captó el momento macabro. Lo mejor es la triquiñuela que armó para quitarse a la competencia y tener la exclusiva. No vamos a contarlo. Tan sólo sugerir que lean estas 'Memorias de un reportero indecente' recién publicadas por Muddy Waters Book. En ellas, no sólo encontrarán como Avilés hizo los muertos de la España negra, sino también cómo cubrió conflictos internacionales donde se jugó el pellejo; Yugoslavia en plena guerra civil o Nicaragua en los años difíciles de la Contra.
La selva, el trago de ron, las mujeres multiorgásmicas, el bardeo al cuello que le puso el hermano de uno de los detenidos por el crimen de las niñas de Alcàsser y una buena montonera de cosas. Todas ellas contadas con el humor negro del que ha sobrevivido a su propio ataúd. Porque en aquellos tiempos, la vida de un periodista valía lo mismo que vale ahora, es decir, el último reportaje publicado.
Todo lo demás queda fuera de un mercado donde la sangre y la mierda salpican el oficio. La diferencia es que antes, además de mierda y sangre, salpicaba el dinero. Se pagaba mejor. También había más humo. Los periodistas fumaban como carreteros y el cigarrillo no sólo era símbolo del oficio, sino la excusa para entrar en conversación con cualquier fuente.
Hoy el único humo que existe es el que levantan las cortinas que tapan la verdadera noticia. Por estas cosas, Pedro Avilés ya no ejerce. Es un desertor del periodismo que se lo currela de chef; de cocinillas. Qué mejor destino para un maestro en lo de hacer muertos que acabar cocinando cadáveres en los fogones. Digo.