Nos movemos por el mundo en dos dimensiones, llegando a olvidar lo que existe bajo nuestros pies. Un cotidiano viaje al Metro lo contemplamos como una extensión de nuestra vida en la superficie, prescindiendo de los detalles que brotan en lo más profundo de la tierra, sin reparar en las setas albinas que crecen en las grietas del túnel y sin saber que, por un conducto de ventilación, podemos llegar hasta una sala herrumbrosa repleta de material científico que en otras épocas sirvió para producir armas nucleares.

Algo parecido a lo que se encontró el explorador urbano Will Hunt cuando bajó hasta el inframundo neoyorquino. En el centro de la sala había una máquina cubierta de verdín. Will Hunt había conseguido llegar hasta el almacén del proyecto Manhattan y no lo supo hasta que le dijeron que aquella máquina era un acelerador de partículas. Lo cuenta en su libro recién salido a la calle. Se titula Subterráneo y lo pone en circulación la editorial Crítica.

El subsuelo es una metáfora de lo misterioso donde el término real, la atracción, se identifica con el miedo, mientras lo imaginario desciende por pasajes secretos y pozos sin fin. Lo oculto siempre nos inquieta. Es ahí donde residen nuestros temores más arraigados; una mezcla de rechazo y magnetismo que se traduce en curiosidad. Se trata de un impulso fantasma heredado de nuestros antepasados. Una sensación poderosa donde el vértigo culebrea por nuestra espina dorsal cuando descubrimos que, tras el armario de la despensa, hay unas escaleras que conducen a otro sustrato, a un paisaje donde la economía se sumerge para sobrevivir con las sobras, con los pellizcos y mordidas que se mueven en la superficie.

Para percibir estas cosas se necesita cierta doble visión, la misma de la que hablaba el poeta William Blake y que, en su día, tuvo Heráclito para descubrirnos que a la naturaleza le gusta ocultarse y que en las aguas de un mismo río se refleja el paso tenaz del tiempo. Para ver más allá de la superficie de todas las cosas se requiere una mirada orgánica como la que propone Will Hunt en su libro y que no es otra que la misma que tiene Bong Joon-ho, el director de cine surcoreano. Con su peli 'Parásitos' ha conseguido conectar a la gente con el otro lado del mundo; con el inframundo.

Una película, o un libro son cosas que se explican por sí mismas. De la misma manera que el libro de Will Hunt no tiene explicación tampoco la tiene la película 'Parásitos'. Lo que sí tiene 'Parásitos' es misterio, humor negro, crítica social y un buen ritmo. Por eso Bong Joon-ho merece un aparte.

Se dio a conocer a principios de siglo con su primera película 'Memorias de un asesino', la historia real de un asesino en serie coreano que llevó a cabo sus crímenes a mediados de los años ochenta. Luego vino una de monstruos, 'Holst', un guiño a las pelis de serie B.

Antes de 'Parásitos', ya en el año 2013, estrenó 'Rompehielos', una crítica social en clave de ciencia ficción. La carrera de este director se puede tomar como si la fuerza de la gravedad trabajase en sentido contrario a como lo viene haciendo con otros directores de cine a los que la gravedad del sistema ha conseguido hacerlos caer del suelo, hasta llegar a lo más bajo.

Porque siguiendo los impulsos fantasmas heredados de nuestro antepasados, nos encontramos con que del suelo también se puede uno caer y llegar hasta el infierno de Dante. Lo cuenta Will Hunt en su libro que explora el subsuelo con excursiones por las alcantarillas y conductos de ventilación, levantando acta de todo lo que ve, incluyendo los seres humanos que se encuentra por el camino.

Son hombres y mujeres que viven en los recovecos y criptas de los túneles que atraviesan el inframundo de las ciudades. Viven con sus muebles y sus enseres y los hay que llevan años sin salir a la superficie, entre brotes de champi albino y ratas con cola de serpiente, como la cola que lleva el perro que cuida la puerta del Hades -según Hesíodo- y que William Blake pintó en acuarela, con toda la violenta visión del inframundo.