Tontear con el fascismo es un juego suicida, lo más parecido a jugar a la ruleta rusa con ganas de perder. Sé de lo que hablo. Por edad y circunstancias me tocó vivir un tiempo en que el fascismo violentaba las calles de Madrid con ruido de cadenas.
Guerrilleros de Cristo Rey tomaban por asalto los parques y las plazas donde nos reuníamos pacíficamente, a la noche, para compartir litronas, besos y canutos. "Te vamos a reventar, piojoso", me gritó una vez uno de camisa azul mientras su camarada me agarraba los brazos por detrás de la espalda. Yo cerraba los ojos en cada golpe, deseando que aquello acabase cuanto antes.
Era a principios de los ochenta y todavía quedaban brasas encendidas del último franquismo, grupúsculos dispuestos a no apagarse. Quien asegure hoy que aquellos tiempos fueron mejores a estos porque había más libertad de expresión, es persona reaccionaria, sin duda. Recuerdo que en el Rock-Ola, antro de la llamada 'Movida madrileña', se subieron a escena los Gabinete Caligari presentándose como fascistas a sí mismos. El público los aplaudía.
También recuerdo una canción de Los Ilegales cuyo estribillo la gente coreaba: "Heil Hitler". Todo muy simpático. Por decir no quede que en el primer concierto de los Motorhead en Madrid, una horda de 'jevis' ataviados con gorras nazis y cruces gamadas saludaron, brazo en alto, la aparición del grupo en el escenario. Sobre las cabezas de los Motorhead subía y bajaba la estructura de un avión repleto de lucecitas, dando al concierto el ambiente bélico necesario para que los Motorhead me dejasen de gustar desde aquella misma noche.
Los punkis también se sirvieron del imaginario nazi. Baste recordar a un pobre diablo, como lo fue Sid Vicious, saliendo en la película de los Sex Pistols con una cruz gamada pintada en el paquete de sus gayumbos. Lejos de ser una ironía, aquello fue un insulto a todas las personas que sufrieron el terror nazi en Europa. Pocos años después, en la facultad, hubo debates acerca de la censura sufrida por un guitarrista punk madrileño que apareció en escena con la bandera de España con el aguilucho. Recuerdo las palabras de Vicente Romano, profesor de Teoría de la Información: "Dar libertad de expresión al fascismo es dar libertad de represión a los fascistas".
Hoy en día, estamos viviendo un resurgir de la parafernalia fascista. No sólo en las camisetas con el número 88 (Heil Hitler), sino también en grupos musicales que tontean con el fascismo; ejemplo de esto último es Fuerza Nueva, proyecto musical de Niño de Elche y Los Planetas, cuyo imaginario fascistoide resulta ofensivo para todos los que sufrimos aquellos años. Luego están los periodistas que apoyan esto amparándose en la libertad de expresión, dando alas a su sentir reaccionario. Son las personas equidistantes que mueven a la opinión pública desde su posición "ecuánime", una manera de decir que son fachas avergonzados de reconocerlo; reaccionarios que critican a los que censuramos la libertad de expresión de los fachas.
Estamos asistiendo a una época oscura que sólo podremos iluminar con firmeza, señalando al facha y censurando su expresión. Porque en este caso, la censura resulta higiénica, tanto como quitarle la pistola a un niño que juega con ella a la ruleta rusa. Para ilustrarnos sobre aquellos años, nada mejor que el libro escrito por Mariano Sánchez Soler y titulado 'La transición sangrienta' (Península), donde el periodista alicantino nos presenta el revés del tapiz con el que se cubrió una época cargada de violencia.
Desde los aparatos de represión del Estado se puso en marcha el acoso y posterior voladura de los elementos más subversivos. Amparados por las fuerzas de represión directa, los fascistas salían de cacería, armados con cadenas y bates de béisbol. La violencia siempre es política, pero en aquellos años lo fue más aún.
Más de 600 personas muertas y 2.000 heridas es el balance de toda aquella libertad de expresión fascista. Lean 'La transición sangrienta' de Mariano Sánchez Soler y no jueguen a la ruleta rusa. Porque con el fascismo siempre se pierde.