Tras tres meses y tres días, por fin he vuelto a ver a mi madre. En la residencia en la que vive los confinaron el 6 de marzo por un primer caso de coronavirus que se detectó, y desde entonces no nos habían permitido entrar. Estos meses, como he ido contando aquí, han sido de muchísimo sufrimiento y miedo por qué le pasaría, porque, si estáis un poquito al tanto, entenderéis que tener a la madre de uno en una residencia madrileña era un pasaporte a la incertidumbre sobre si seguiría viva mañana, en el mejor de los casos. De hecho, en su residencia han muerto demasiadas personas. Intentaba no darle muchas vueltas entonces y trato de no hacerlo ahora, pero, a pesar de que ella lleva años con problemas de salud bastante gordos, la verdad es que nunca, ni cuando tuvo cáncer (dos veces), sentí tan de cerca la posibilidad de que se me fuera.
En este tiempo hemos hablado a diario y hemos podido vernos por Skype un par de veces a la semana. A ver, que todos los que tenemos hijos sabemos que a nuestros padres se la suda muchísimo cómo nos va en la vida porque su mayor ambición es “dile a los niños que se pongan”, pero el contacto ha seguido siendo muy cercano. Tenía ganas de verla por abrazarla o por darle un beso. Hoy era un acontecimiento.
Todos los que tenemos hijos sabemos que a nuestros padres se la suda muchísimo cómo nos va en la vida porque su mayor ambición es 'dile a los niños que se pongan'
Al entrar en la residencia, tras rellenar un cuestionario, me he limpiado los zapatos en no sé qué líquido, me he frotado las manos con gel, me han dado unos guantes, he dejado a la entrada las bolsas que llevaba y, con mi mascarilla puesta, claro, me he dispuesto a subir a la habitación de mi madre. Primer revés: no se podía, la bajaban a ella a una zona común en la entrada donde habían preparado el encuentro. Cuando he llegado allí, dos mesas circulares como de un metro de diámetro cada una, sendas sillas frente por frente, una botellita de agua para cada uno y una caja de pañuelos de papel. En el suelo, una raya verde y otra roja, a dos metros de distancia, marcaban dónde nos debíamos colocar.
Han bajado a mi madre, la han situado a los reglamentarios dos metros y nos han dado la media hora semanal que nos corresponde. Ella se ha emocionado al verme, yo a ella también, pero no hemos llorado. Hemos hablado de nada durante media hora. Me ha pedido que le contara cosas de los niños. Hemos comentado los días que nos vienen, con su operación de cadera. Al pasar el tiempo que nos correspondía, han llamado a alguien para que la viniera a buscar. He amagado con ir a empujar la silla de ruedas, pero mi madre me ha parado, porque no me podía acercar. Pensaba que sí iba a poder porque ella pasó el virus y tiene anticuerpos, según el test serológico que le hicieron allí. Pero no estaba permitido. Le he tirado un beso a lo lejos y me he ido.
Me he esperado a salir de la residencia para llorar. Ha sido como ir a ver a un preso. Faltaban los teléfonos y un cristal entre ella y yo. No ha podido ser ni tierno ni reconfortante. No ha restañado nada. No ha sido un paso de regreso a nada. Ha sido otra mierda más de esta pandemia. De las peores. Tres meses esperando este momento para esto.
Hasta que no pueda darle un beso a mi madre, que no lo llamen normalidad.