Cada vez gestionamos peor el rechazo.
En un mundo en el que intentamos evitar la frustración.
Esa frustración lógica que supone no llegar a ser nunca lo que nos prometieron.
No alcanzar nunca la meta.
Porque solo llegan algunos pocos al lugar al que queremos ir todos.
Ahora parece que si tenemos interés en algo.
Ese algo debería recompensarnos.
Debería ser siempre recíproco.
Y si no lo es, porque a veces no lo es, nos enfadamos.
A veces no le gustas a la persona que a ti te gusta.
Hay que aprender a aceptar que las cosas no son como nos gustarían que fueran.
Son como son.
Pero esa aceptación parece ya un imposible en una sociedad individualista.
Una sociedad que premia un relato en el que si te lo curras mucho.
Tendrás una recompensa.
Una sociedad que premia a la gente que se construye a sí misma.
A pesar de la adversidad.
Sin analizar la adversidad.
Nos pueden decir que no.
De hecho es probable que nos lo digan.
El problema está en cómo nos tomamos esas negativas.
Lo que sucede es que no tenemos tiempo para casi nada.
Y cuando le dedicamos el poco que nos queda a algo.
Si ese algo desaparece.
Si es algo, por lo que sea, no quiere estar.
O directamente se va.
Sentimos que nos han estafado.
¿Cómo puede ser que todo esto que soy y que es único no lo quieran?
Esa es la gran mentira que nos han hecho creer.
Que tenemos cosas especiales por dentro.
Para dar.
Pero las cosas que tenemos son las mismas cosas que tienen los demás.
Los mismos deseos y los mismos miedos.
Miedo a morirnos miedo a que no nos quieran miedo al miedo.
Deseo de que nos amen profundamente.
Estamos en construcción a partir de la misma materia.
Somos la misma mierda y la misma belleza.
Y eso es difícil de aceptar.
Porque supone diluir lo propio en lo colectivo.
Supone aceptar que no importas tanto.
Supone aceptar un rechazo.
Porque por mucho que nos contemos eso de que "no encontrará a nadie como yo".
Sí que lo hará.
Porque hay muchísima gente como tú.
Y eso no está mal, de hecho está muy bien.
Porque esa, y no otra, es nuestra humanidad.