La velocidad es la distancia que recorre un móvil en una unidad de tiempo.
En estos días en los que se ha visto mermada nuestra libertad de movimiento.
En los que la distancia permitida que podemos recorrer es de una pared a otra como una pelota de frontón.
En los que se ha roto el acelerador y nuestros cuerpos se han convertido en frenos de mano.
En los que la velocidad es apenas 0.
En estos días he pensado sobre ese bien invisible que es el tiempo.
En cómo lo hemos perdido sistemáticamente.
En cómo nos hemos acostumbrado a cederlo suponiendo que, como si se tratara de una marea, cada día regresaría más y más.
De idéntico modo, con la misma calidad, listo para quitarle el precinto y ser usado una y otra vez.
Ahora nos hemos hecho conscientes de que no es así.
Que un día la forma de ese tiempo puede cambiar por completo.
Que después de tanto quejarnos sobre la falta de él.
Puede sernos devuelto en forma de pozo.
Ahora que todo ha cambiado.
No sabemos qué hacer con nuestro tiempo.
Porque siempre nos lo han ordenado y dosificado.
Siempre con los minutos racionados.
Y al no saber cómo administrarlo.
Tenemos la imperiosa necesidad de endeudar el de los demás.
Como si fuera una obligación dar «una ocupación» al otro.
En estos días no dejan de pedirnos que hagamos cosas.
De manera completamente altruista.
Bajo la premisa de un chantaje sutil y velado.
Porque como «no tenemos otra cosa que hacer» seguro que no podemos negarnos.
Dejándonos sin excusas.
Poniendo a la gente en un compromiso constante.
En estos días las solicitudes para que destinemos nuestras horas a asuntos ajenos se han multiplicado por mil.
Porque nos necesitan produciendo de una manera concreta.
Porque solo produciendo se podrá seguir consumiendo.
Porque parece que si no producimos o no consumimos.
Desaparecemos y dejamos de existir.
En estos días siento que somos una cola de lagartija seccionada de la realidad.
Que sigue serpenteando en el suelo después de haber sido cortada.
Que todavía no se ha dado cuenta de su no pertenencia al todo.
En estos días en los que la frase hecha es «espero que tú y los tuyos estén bien dentro de lo que cabe».
Pienso en los que no somos yo y los míos.
En qué pasará con los que no resistirán esta embestida.
En los que no son como el junco que se dobla pero siempre sigue en pie.
Pienso en el Titanic partiéndose por la mitad y hundiéndose.
En los de primera y los de segunda clase.
Pienso en la gente que no tenía ventanas antes de todo esto.
Y que tal vez luego no tendrá ni muros.
Ni plato, ni comida para llenar.
En estos días mi voluntad está completamente dispersa.
Mi ánimo, escurridizo.
Es como si tuviera una cafetera día y noche al fuego.
Como si la tristeza de lo colectivo fuera un bebé recién nacido.
Y pienso, por supuesto, que volveremos.
Pero que lo importante es en qué condiciones lo harán algunos y algunas.
En si la líquida precariedad inundará de nuevo el futuro.
Dejándolo todo suspendido, cancelado y pospuesto aunque volvamos.
Pienso en toda la rabia enfocada en buscar culpables.
En que además de todo lo sucedido, el odio aflorará.
Pienso en esas palabras de Incendios de Wadji Mouawad:
"(...) Pero hice una promesa, una promesa a una anciana de aprender a leer, a escribir, a hablar,
para salir de la miseria, salir del odio. Y voy a cumplir esa promesa. Cueste lo que cueste.
No odiar a nadie jamás, la cabeza en las estrellas siempre.
Promesa hecha a una anciana, ni bella, ni rica, ni nada de nada, pero que me ayudó, se ocupó de mí y me salvó".
La velocidad es la distancia que recorre un móvil en una unidad de tiempo.
Y ahora que hemos aprendido a parar.
Será importante que nos pongamos de una vez por todas.
En la piel de los demás.