Enrique Ponce se ha separado (tras 24 años de matrimonio) de su mujer Paloma Cuevas y ha comenzado una nueva relación con Ana Soria.
Ana tiene 21 años y Enrique tiene 48 años.
En estos días hemos leído cómo se llamaba, en plan compadreo, «zorro plateado» a Enrique por esta diferencia de edad aludiendo a que existe una especia de impulso biológico en los hombres que cumplen los 40 años que les hace buscar «hembras» más jóvenes para procrear (sí,como si las mujeres no tuvieran nada que ver ni que decir en el asunto de la procreación).
Así, al adscribir este comportamiento al terreno de la biología, lo que hacemos es convertirlo en algo inevitable, algo que se escapa de nuestro control, algo que hay que asumir porque los «hombres son así» y ya está.
Pero es que los hombres no son de ninguna manera: los hombres nos hacemos de una manera concreta.
Por eso la llamada crisis de los 40 no es una crisis biológica: es una crisis de la masculinidad.
A los hombres no se nos enseña a pensar sobre qué sentimos porque los «sentimientos» son un terreno adscrito a lo femenino y si hay algo que los hombres necesitan para refutar su virilidad es que no se les considere jamás femeninos (porque eso supondría que alguien pudiera poner en duda también la heterosexualidad presupuesta) aunque el no pensar sobre qué se siente haga que no podamos concretar esos sentimientos, que no podamos cristalizarlos en una palabra y compartirlos.
Eso nos aísla emocionalmente del mundo porque el único sentimiento válido, el único aplaudido, jaleado y admirado, para la masculinidad tradicional es el de la rabia o la ira que ha de ser demostrado a través del ejercicio de la violencia. De esta manera los hombres que se muestran afecto físico son maricones porque los hombres solo se tocan a golpes.
Así sucede que los hombres no pueden expresar sus dudas ni sus miedos, porque esto supondría confirmar su fragilidad, y un día sin previo aviso, después de años, sin ningún indicio de que algo pudiera marchar mal, porque claro para qué hablar, los hombres se percatan de que, también se hacen mayores. Y este, por mucho que pueda sorprendernos, es el primer «inconveniente» con el que se topan muchísimos hombres que por su género, raza o clase jamás han tenido que detenerse o que preguntarse quiénes son, porque el mundo para ellos era, hasta esa toma de conciencia de la mortalidad, una autopista sin ningún tipo de peaje por la que poder correr a doscientos kilómetros por hora.
Así sucede que, de pronto, los hombres han de demostrar su no debilidad y lo hacen mostrando objetos que hablen de su poder como hombres frente al resto de hombres.
Y esto puede ser comprándose un coche mayor o teniendo al lado a una mujer más joven que ellos.
Enrique Ponce se puede enamorar de quien quiera y puede tener una relación con quien quiera.
Ese no es el asunto.
El asunto es por qué esto es un modus operandi eminentemente masculino.
El asunto es por qué esta imagen no tiene que ver con ningún instinto masculino como nos quieren hacer creer.
Igual que tampoco tiene que ver con ningún instinto masculino la promiscuidad o la infidelidad o el matar a un animal en una plaza de toros mientras se reciben aplausos.
Eso no tiene nada que ver con «ser» un hombre.
El asunto es por qué los hombres se sienten interpelados por otros hombres para confirmar públicamente su virilidad y por qué usan la imagen de las mujeres para ello.
El asunto es que si, ampliando los márgenes de la libertad de lo que supone (o no supone) ser un hombre, no se acabaría con estas «crisis» que tanto daño generan en el entorno de los hombres por resultar absolutamente incomprensibles.
Entre todos y todas podemos construir una realidad en la que los hombres dejen de estar amputados emocionalmente, en la que se normalice que (como hacen las mujeres) pidan ayuda cuando lo necesitan, en que no necesiten ratificar su masculinidad porque la masculinidad les importe una mierda.
Una realidad en la que ellos al envejecer no sean unos «zorros plateados» porque todavía pueden conseguir «carne fresca» y ellas sean unas «zorras» a secas cuando muestran que sus deseos también son carnales.
Una realidad en la que los hombres cuando envejecen no sean vistos socialmente como maduritos a los que las canas hacen interesantes y cuando las mujeres envejecen son vistas socialmente como vejestorios no deseables a las que las canas hacen parecer ajadas y dejadas o forman parte de ese imaginario pornográfico que son las denomidadas MILFS (madres que me follaría, sí, como si las mujeres que cumplen años no tuvieran nada que ver ni que decir en el asunto de la sexualidad).
No, el mundo no es así.
El mundo lo hacemos así.
Y quien diga que esto no se puede cambiar.
Es que no quiere cambiarlo.