A medida que se va produciendo la desescalada en el mundo real.

Se siente una tremenda escalada de odio en el mundo virtual.

Estos días el nivel de agresividad, de insultos y de crispación por metro tuitero es insoportable.

Como una legión de carcoma devorándolo todo con descalificaciones.

Hasta que no queda nada.

Porque en la profesionalización de la inquina nadie escucha a nadie.

Lo único que se quiere es ganar.

Es tener la razón.

Caiga quien caiga.

Esta forma de ser, de estar y de actuar es un modo absolutamente patriarcal.

Una auténtica guerra.

En las que las palabras son las balas.

Un fuego a discrección que es aplaudido y vitoreado.

Linchamientos y zascas públicos.

La capacidad de hacer daño como síntomas de una inteligencia superior.

Cuánto más profundo se hiere, más listeza.

Derribar al enemigo en 280 caracteres.

Hilos que infectan la sutura.

Estos días pienso en esas personas que están detrás de toda esa rabia putrefacta.

Si se sentirán orgullosas.

Si sus allegados sabrán que se dedican a desear que maten o violen a otros seres humanos.

Estos días pienso por qué esto nos da igual.

Por qué nos hemos acostumbrado a que en Internet nos traten como basura.

Por qué hemos asumido que odiar es lo normal.

Estos días existe un plan para transición hacia una nueva normalidad.

No sé qué es la nueva normalidad.

Pero si esto va de desear.

Como soplando una vela de cumpleaños o tocando el techo del coche al pasar por un túnel.

Reivindicando el brillo infantil de lo ingenuo, si se quiere.

Yo, lo que pediría en la nueva normalidad, es mucho más cuidado.

Porque es que ya bastante jodida es la vida.

Porque nunca sabes qué puede estar pasando esa persona a la que intentas hundir.

No sabes si realmente la hundirás.

Estaría bien que dejáramos de romper a la gente.

Que dejáramos a un lado las estrategias que hacen que el ánimo quede reducido a cenizas.

Porque es agotador.

Porque el acoso en las redes sociales no es distinto al acoso en la realidad.

Porque ante esto solo tienes tres opciones.

Te callas.

Te vas.

O te llenas de odio tú también.

Y haces lo que te hacen.

Incluso un poco más.

Más cruel, mayor el ataque y la embestida.

No sea que se olviden de ti.

De lo que eres capaz de hacerle a los demás.

No sea que se pierda esa demostración de fuerza.

Y se quede algo sin destrozar.

El odio es una elección.

Yo cuando estoy a punto de elegirlo.

Pienso en estas palabras de Wadji Mouawad en Incendios.

"Y te juro que yo cogería granadas, cogería dinamita, bombas y todo lo que pudiera causar el mayor mal, me lo ataría al cuerpo y me lo tragaría y me iría derecha en medio de los hombres imbéciles y me haría estallar con un gozo que tú no puedes sospechar. ¡Lo haría, te lo juro, porque no tengo nada que perder, y mi odio hacia esos hombres es grande, muy grande!

Pero hice una promesa, una promesa a una anciana de aprender a leer, a escribir, a hablar, para salir de la miseria, salir del odio. Y voy a cumplir esa promesa. Cueste lo que cueste.

No odiar a nadie jamás, la cabeza en las estrellas siempre.

Promesa hecha a una anciana, ni bella, ni rica, ni nada de nada, pero que me ayudó, se ocupó de mí y me salvó".

Ojalá en la nueva normalidad elijamos la empatía.

Ojalá una revolución de los afectos.

Que nos permita tener la cabeza en las estrellas.

Siempre.