Con diecisiete años, me llamó la orientadora del instituto en el que estudiaba a su despacho. Lo hizo porque yo estaba cursando el COU (no diré mi edad) de la rama biosanitaria y había puesto en un cuestionario que nos habían pasado que mis carreras elegidas podían ser Derecho o Filosofía o Matemáticas. Ella no entendía por qué había hecho esa selección y quería averiguar si tenía algún problema. Le dije que no, que me gustaban muchas cosas y que no veía cuál era el problema. Me explicó que tenía que decidirme, que no podía estar a estas alturas con tantas dudas. Es decir, tenía que tener clarísimo quién era para saber a qué dedicarme el resto de mi vida. Casi nada. Salí de allí pensando que realmente había algo raro en mí por no tenerlo todo perfectamente ordenado. Un par de meses después hice la selectividad, la saqué y me licencié en Derecho (hola, orientadora, nada extraño por aquí) año por año.
Yo siempre fui buen estudiante y, de hecho, me refugié en las calificaciones para sentir que era una “buena” persona. Si aprobaba, es porque era listo, si era listo es que todo iba bien. El problema es que no es así. Una vez ya no tuve a nadie que calificarme y salí del mundo académico, se produjo un vacío. Ya no tenía a nadie que me dijera si estaba haciendo las cosas bien. De hecho, en el mundo laboral, lo normal es que las cagadas sean individuales y los éxitos colectivos. Recuerdo además la presión de aquellos tres días de Selectividad. La incertidumbre, la sensación de que te lo jugabas todo a una nota, que no podías fallar, que te iba la vida en ello. Tampoco fue así, para nada. Conozco gente que siempre tuvo claro que quería estudiar una ingeniería y que al acabarla jamás trabajaron de “lo suyo” y ahora se dedican a ilustrar. Gente que se equivocó de carrera y que se cambió tres veces. Porque es imposible que te obliguen a ser una sola cosa cuando estamos en constante movimiento y cuando hay tantas vidas en una sola vida. Yo mismo trabajé once años en una oficina, me despidieron y ahora soy escritor. Puede que mañana sea otra cosa, quién sabe.
Con todo esto quiero decir que ojalá hubiera tenido más tiempo para equivocarme, para probar, para conocerme, que me hubieran dado la oportunidad de mezclar materias, de poder estudiar Matemáticas de las difíciles, pero también Historia del Arte. Sin embargo lo que sucede es que el sistema es una autopista a la que tienes que incorporarte sin saber tu destino. Las únicas personas que pueden pararse a contemplar el paisaje son aquellas que tienen un sustento, que tienen la vida material resuelta, que no tiene la urgencia de dedicarse a algo pronto porque si no, de qué vives, que no tienen que mantener una beca que no permite margen de maniobra. Ojalá haber sabido también que no era una nota, que hay mucha gente detestable con matrículas de honor, que aprender tiene que ver con tener capacidad crítica, con enfrentarte al pensamiento y a las ideas de los demás. Ojalá no haber sufrido de “titulitis” y “universalidad” y haber contemplado la opción de hacer un módulo de grado superior “a pesar” de ser un buen estudiante.
Todo esto lo sé ahora y me hubiera gustado saberlo antes, cuando la orientadora del instituto me dijo que blanco o negro, arriba o abajo, ciencias o letras, que encajara, que fuera ya cuando yo todavía ni estaba.