Es llamativo cómo intentamos camuflar las mascarillas.
Cómo sustituimos tan rápido el blanco por el negro o estampado.
Con esa urgencia compulsiva por querer ocultar lo quirúrgico.
Para que no se nos recuerde la enfermedad.
Lo finito.
Nuestra mortalidad.
Resulta que en nuestra sociedad hemos conseguido mantener lejos de nuestra vista a la muerte.
Hemos hacinado la fragilidad de nuestros cuerpos tras los muros de hospitales y hemos amontonado lo efímero de nuestras existencias tras los muros de los cementerios.
Colocando esa certeza, la única que tenemos, y es la de que un día moriremos de golpe o enfermaremos y luego moriremos, fuera de nuestra realidad.
Los seres humanos hemos hecho ciencia de la incertidumbre y nos hemos negado a hablar de lo único seguro que nos va a pasar a todos y todas.
Nadie nos enseña a morir.
Y ahora que tenemos la oportunidad de aprender de ello.
De mirar a la vida de frente.
Volvemos a esquivarla.
Nos negamos a aceptar nuestra vulnerabilidad.
Convertimos la señal de debilidad y su uso obligatorio en un accesorio.
No, la mascarilla no es un accesorio.
Lo que sucede es que siempre que tomamos conciencia de que no vamos a estar eternamente.
Cuando alguien querido fallece o cuando enfermamos.
Es cuando nuestras prioridades cambian.
Cuando nos damos cuenta de lo que de verdad importa.
Y a este sistema que hemos construido juntos.
No le viene bien ni le interesa que recalibremos nuestras existencias.
Porque si de algo se ha beneficiado el capitalismo.
Es de que para producir y consumir como lo hacemos.
En bucle.
Hay que quitar a la muerte de la ecuación.
Porque tener presente que nuestra duración aquí es limitada y no infinita haría que nos planteáramos si merece la pena seguir consumiendo y produciendo de esa manera.
Sí, tal vez, hay demasiadas cosas que nos sobran.
El acto de esconder rápidamente las mascarillas es el mismo acto de encender una luz de noche para que las gallinas pongan más huevos.
Es mantener el engaño de que nunca se hará de noche.
Pero anochecerá.
Un día todo se apagará.
Y será mejor que hablemos del fin desde el principio.
No desde el pesimismo, no.
Sino desde esa aceptación y reluciente honestidad.
Que supone compartir que esto no será para siempre.
Hacer visible nuestro dolor y miedo sin vergüenza es la única manera de transitar el duelo.
De valorar el instante por lo que es y desde ahí tomar las decisiones.
De hacernos preguntas juntos aunque no sepamos la respuesta.
Somos las personas que se han quedado aquí mientras otras se fueron.
¿Qué piensas hacer con tu tiempo?