Leía el otro día un post en el que se le preguntaba a los hombres heterosexuales lo siguiente: "¿Qué es lo más raro que te han dicho que no puedes hacer para no parecer gay?" Algunas de las respuestas fueron las siguientes:
"Mi padre me llamó gay por comerme una ensalada una vez. Yo tenía siete años".
"Mi padre me llamó marica por cortar un sándwich en diagonal".
"Comer sopa".
"Besar o abrazar a mi hijo".
"Usar un paraguas".
"Tengo tres pares de zapatos y mi mujer no quiso que me comprara más porque parecería gay si tuviera muchos pares de zapatos".
"Gemir durante el sexo".
"Me llamaron gay por usar la palabra 'fantástico'".
"Llevar mi reloj en la muñeca derecha”.
"Dos hombres no pueden conducir un descapotable con la capota bajada".
"Dos chicos no pueden sentarse uno al lado del otro en un cine si no está lleno".
"Dos hombres no pueden ir a cenar solos".
"Facturar equipaje en un vuelo".
"Saber el nombre de demasiados colores".
"Hacerme una vasectomía".
"Que te guste 'Coldplay'"
"Mear sentado".
"Correr detrás de un tren o un autobús porque llegas tarde".
Aunque pueda resultar sorprenderte, esta clase de pensamientos operan en nuestra socialización como hombres y como mujeres porque la construcción de la identidad masculina a través de la masculinidad es ciertamente ridícula y completamente arbitraria. En esa ficción de "el hombre de verdad" o "el hombre que debemos ser para ser leídos como hombres", los hombres tenemos que prohibirnos a nosotros mismos cosas. Tal y como escribió la filósofa Élisabeth Badinter en su libro "XY. La identidad masculina", los hombres nos construimos a nosotros mismos a través de ciertos vetos. De esta manera, tenemos que tener muy claro que los hombres "no somos mujeres", los hombres "no somos niños" y los hombres "no somos gays".
En este sentido, la identidad masculina se hace a través de la oposición, tenemos que tener muy claro lo que "es una mujer", lo que "es un niño" o lo que es "un gay", pero claro, esto es imposible de saber, por lo que lo que sucede es que tenemos que "no parecer" algo. Es en esa apariencia, en esa forma de presentarse al mundo, en la que llenamos un cajón desastre de estereotipos, prejuicios e ideas preconcebidas.
Así, la fuerza y la valentía ha de usarse en contra del niño que fuimos (no necesito un paraguas porque no soy débil y puedo con todas las inclemencias meteorológicas yo solo), no me (pre) ocupo porque la preocupación, los cuidados, el fijarse en los detalles, es una cosa femenina (saber demasiados colores, cortar un sándwich en diagonal), todo lo relativo a la rigidez y normatividad del cuerpo masculino (mear sentado, correr porque tienes miedo de perder el tren, gemir durante el sexo), la ausencia de intimidad con otros hombres (sentarse en un cine, ir solos a cenar) y alguna serie de códigos absurdos como dónde los hombres heterosexuales llevan los complementos. De hecho, yo mismo tengo perforado el lóbulo de mi oreja izquierda porque me puse un pendiente con diez años y "sabía" que hacerte el agujero en el lado derecho era de maricas. No sé por qué lo sabía, pero lo sabía.
La construcción de nuestras identidades es, además, qué duda cabe, una cuestión relacional, a través de la exigencia o castigo paterno (mi padre me llamó gay) o de la expectativa de las mujeres sobre los hombres que aman y desean (a mi mujer eso no le parecía lo suficientemente varonil). Cabe por tanto preguntarnos qué podemos (y debemos) hacer con esto, porque todo esto que nos parece una tontería, no lo es, porque para demostrar que somos esos hombres que esperan que seamos tenemos que demostrarlo públicamente. Hemos de ejercer como hombres y, además, hemos de disipar del todo cualquier duda de no heterosexualidad sobre nuestras existencias.
¿Cómo se hace esto? Pues muchas veces a través del desprecio. Cuánto más desprecie todo aquello que no es "ser un hombre", "más hombre seré". Esto hace que, además, sea muy sencillo que un hombre pueda sentirse humillado porque se sentirá así desde el momento en que cualquier cosa cuestione su hombría y su hombría se puede ver cuestionada casi por cualquier cosa.
Es nuestra responsabilidad social y colectiva a través de la pedagogía y la educación construir un mundo en el que no se "tenga miedo" a no "ser algo"; en el que nuestra apariencia no sea foco de violencia; en el que la libertad de ser (y de aparecer) haga a los demás más libres y, por consiguiente, más felices a toda la humanidad.