Creíamos que el derecho a despedirnos era algo que nadie (ni nada) era capaz arrebatarnos.
Que esos últimos momentos junto a las personas que queremos formaban parte de una liturgia inexpropiable.
Que formaba parte del patrimonio de la humanidad el poder decir adiós. Pero como con todo nos equivocábamos.
Estos días pienso en la gente que está muriendo.
Pienso mucho en lo que hay detrás de esos números que se empeñan en actualizarnos cada diez minutos retransmitiendo la desaparición en directo.
Pienso en todas esas personas a las que muchas otras tratan con miserable desdén.
Que dicen que son "solo" viejos.
Para buscar el alivio instantáneo, para alejar la incertidumbre de sus cuerpos.
Solo viejos.
Para apartarlos como el que mastica algo duro mientras come y lo deja en el borde del plato.
Para evitar ver que esos viejos tienen nombres y apellidos.
Para no recordar que esos viejos son los abuelos o padres o hermanos o amigos de alguien.
Pienso en las vidas viejas.
En todo eso a lo que tuvieron que sobreponerse.
En todo el tiempo de sus existencias que fue invertido únicamente en subsistir.
En la guerra, las posguerra, el trabajo de sol a sol, en los cuidados o en el hambre.
Pienso ahora en la soledad de esa habitación.
Sin caricias de manos conocidas en la frente.
Sin un gracias familiar.
Sin un perdona o un te quiero o un todo va a estar bien.
Pienso en qué es morir sin los demás.
Y entonces toda mi adultez y toda mi entereza se caen al suelo.
Como un pantalón que siempre te ha quedado grande pero que ahora sin cinturón es imposible que se mantenga en su sitio.
Y entonces el miedo se apodera de mí.
Quiero correr a esconderme en cualquier lugar, uno que me proporcione seguridad, certeza y calor.
Quiero volver al vientre de mi madre cuando era fácil y todo estaba por suceder.
Pero no puedo hacerlo, es imposible.
Pienso en todas esas personas que están perdiendo a sus familias en la distancia.
Y siento que la realidad les debe una disculpa.
Que todo ese duelo confinado entre las cuatro mismas paredes.
Los mismos puntos.
Sin aire.
Sin poder abrazarse, ni consolarse, ni llorar hasta quedarse dormidos en los regazos de aquellas partes de seres humanos que les quedan de sus seres queridos.
Pienso en todo ese dolor aislado y no encuentro palabras de consuelo.
No creo que las haya.
Siento que haya quien se tenga que ir solo del mundo.
Siento que los que se queden lo hagan con esta salvaje impotencia.
Esto pasará y para algunos y algunas la normalidad habrá cambiado.
Ya nada será igual.
Por eso tendremos que cuidarnos mucho más y mucho mejor.
De lo que hasta ahora veníamos haciendo.