Si algo está claro es que no hablamos claro.

Que nos han enseñado que para seducir.

Hay que hacer sufrir.

Que una de las estrategias románticas más efectivas.

Es demostrar desinterés por el otro.

Que es en el desdén (y no en el cuidado) en donde tendremos el resultado que esperamos.

No escribas, no contestes de inmediato.

No expreses lo que sientes, no te muestres, no digas lo que te apetece, que no sepa todo lo que te gusta.

No sea que se vaya a asustar.

Tenemos un verdadero problema si lo bonito nos da miedo.

Si para que te deseen tienes que hacer sentir a alguien que no vale nada.

Igual tendríamos que replantearnos qué es el deseo y desde dónde lo construimos.

Porque practicar la ambivalencia.

Decir una cosa y la contraria para que la otra persona jamás tenga una certeza.

No comprometerte nunca, ni explicitar nada, ni ponerle nombre a las cosas.

Es una forma también de agredir.

De generar en las personas una incertidumbre que nos ata a los demás.

En esa pregunta sin respuesta que es: ¿Por qué?

Pero es que no hay un porqué.

Simplemente hay una necesidad por tener a alguien ahí.

Saber que se tiene a alguien ahí pero sin sentir que se le debe algo.

Anulando toda posibilidad de queja, reclamación o enfado legítimo.

Disfrutando de sentirte importante para el otro.

Alimentándote de ese poder.

Poniendo excusas y empantanando el tiempo ajeno.

Como el que es incapaz de abrir una ventana para que salga una mosca simplemente porque mirarla le quita el aburrimiento.

Hay tanta gente que usa a los demás por no aburrirse.

Por no sentir el vacío universal, el vértigo que produce mirarse por dentro.

Relacionarnos así es de una mezquindad insoportable.

Pero es que este «juego» no acaba en el principio de las relaciones, no.

También durante nuestras relaciones nos opacamos.

Proyectamos de manera constante lo que necesitamos de la otra persona.

Sin verla de verdad.

Nos reflejamos en el otro buscando que nos devuelvan una imagen propia amable.

Mejorada.

Y por eso tantas veces somos incapaces de hablar con claridad.

Porque eso supondría correr el riesgo de poder perder esa fotografía que el otro nos hace.

Esa «buena» imagen que nos devuelve el que nos ama.

Por eso seguimos en relaciones en las que el amor brilla por su ausencia.

Porque «necesitamos» esa mirada identitaria sobre nuestros cuerpos.

Porque nuestro «ser» está condicionado por esa mirada.

Por eso mentimos, traicionamos o engañamos.

Porque el otro es el depositario de lo que nos gustaría ser pero no somos.

Qué sencillo sería todo si nos enseñaran a hablar claro.

Que fuera todo mucho más simple.

Como conectar la emoción con la palabra.

Qué maravilloso sería que pudiéramos ser libres.

Y que solo así, nos quisieran.