Ya de por sí, coincidir, es casi un imposible.
Somos seres que ven con los ojos de su pensamiento.
Pensamiento trazado por la memoria, por la expectativa y por los anhelos.
Jamás vemos a nadie más que a nosotros mismos.
Pero hay en la ensoñación hacia el otro un atisbo de poder compartir.
Por eso seguimos amando: por el misterio.
Sin embargo ese misterio en la era de la hipercomunicación ha desaparecido por completo.
Ya no es posible conocer a alguien por casualidad.
En lo fortuito.
Antes de intimar con alguien ya sabemos sus gustos y hemos visto su vida en Internet.
Sabemos cómo es su mejor amiga y las manos de su abuela y a quién vota.
Así, la capacidad de sorpresa, desaparece.
El asombro se esfuma.
No se puede amar sin asombro.
Alguien te cuenta algo y dices: Ya lo sé, lo vi.
Y dejas al otro sin narrativa sobre su propia existencia.
Ver a alguien, hoy, un encuentro con otro cuerpo, hoy, es solo una confirmación.
O una decepción.
Sobre una fantasía.
Nos vamos haciendo mayores y cada vez es más difícil conocer gente nueva.
La gente ya tiene sus grupos de siempre.
Si te apuntas a algo la gente solo habla de ese algo.
Solo te une ese algo.
Te aburres.
Cómo no te vas a aburrir si es que eres muchas más cosas que un gusto.
Llegamos aburridos y aburridas a las primeras veces.
En el hastío.
Jamás habíamos estado tan conectados.
Jamás habíamos tenido tantos estímulos.
Pero puedes enfermar de estímulos.
Puedes sentir la soledad aunque te feliciten el cumpleaños por Facebook 1.000 personas.
Jamás habíamos tenido tan poco paciencia con los demás.
Jamás habíamos aguantado tan poco.
Porque siempre hay otro que no es este.
Somos sustituibles, meras representaciones usadas para un fin.
Tenemos lo que queremos cuando lo queremos y si no nos enfadamos.
Eso es perverso.
Qué difícil se ha vuelto la vida, en la que ya no hay metáforas, en la que todo es literal, en el que estoy contigo o contra ti.
Qué páramo es desvelarlo todo antes de tiempo.
Y es que antes sabíamos menos.
Pero éramos más felices.