A veces ya es tarde.
No lo vemos venir.
Como si no lo supiéramos.
Como si no fuera la única certeza de la existencia.
Como si no pasara a todas horas en todos los lugares.
Algo se rompe, deja de latir, se suelta, se acaba.
Y sin embargo hacemos como si los demás fueran a estar para siempre.
Nos comportamos como si el fin no fuera a llegar.
Dejamos pasar esa llamada.
Retrasamos el encuentro.
Nos acostumbramos a la presencia ajena igual que nos acostumbramos a que el Sol vuelva.
Pero hay días en los que algunos a los que quieres no vuelven.
Se van y ya está.
Días en los que todo cambia y el tiempo se vuelve líquido.
En los que no entiendes por qué la gente sigue haciendo sus mierdas.
Pero es lo que quiere el sistema.
Que no pienses en tu mortalidad porque si no, tal vez, dejarías de hacer lo que estás haciendo.
Le darías valor a unas cosas y le darías prioridad a otras.
Y ya te digo yo que trabajar más para tener más no sería una de ellas.
A veces ya es tarde.
Vas a marcar el número de teléfono y no existe.
Vas a comprar el regalo y ya no hay más cumpleaños.
Ya no hay un: a ver cuándo nos tomamos una caña.
Porque ya no hay caña ni hay nada.
Y eso es lo más perverso que han conseguido que pospongamos la vida.
Que muchas veces sea imposible vivir la vida.
Porque la tenemos secuestradas por obligaciones y por la precariedad.
Porque el cansancio crónico hace que cuando tenemos un rato solo queramos descansar o evadirnos.
Ya habrá días para verles.
A ver si nos reunimos.
Si no en Navidad.
Pero a veces es tarde.
Y esto no es una amenaza ni tampoco es una advertencia triste.
Es la pura y simple realidad.
Que no tenemos minutos que perder.
Que no demos por sentado a nadie.
Que lo que importa es estar cuando estás y los demás están.
Que esta vida sin los otros es menos vida.
Que no podemos dejar que también nos quiten esto.
La posibilidad de compartir y celebrar mientras podamos.
Así que si tienes algo que decir, algo que abrazar, algo que amar.
Hazlo ya.
Hazlo antes.
De que sea demasiado tarde.