Aquí ya no les queda sitio para el orgullo local. Ohio es uno de los estados más pobres del país, seguramente el más olvidado. En Cleveland, la ciudad principal, el 36% vive por debajo del umbral de la pobreza (14 puntos más que en España) y más de la mitad de los niños son pobres (el doble que en nuestro país). Ante esta realidad, sus habitantes han aprendido a no esperar nada.
Las grandes empresas aprendieron rápido las cuentas y llevan años cerrando sus plantas estadounidenses para trasladarlas al sur de la frontera
Sin embargo, en las últimas elecciones Ohio se ha vengado a lo grande de tantos años de ninguneo: han sido ellos los que le han dado in extremis la presidencia a Donald Trump.
Este es un estado industrial, el corazón del llamado Rust Belt o cinturón del óxido, donde la mayoría vive de la siderurgia y la minería. Durante buena parte del siglo XX han sido el motor económico de los Estados Unidos. Pero eso se acabó. La globalización vapuleó a esta zona del mundo a golpe de un tecnicismo que aquí conocen bien: deslocalización. Básicamente significa que lo que ellos fabrican a 20 dólares la hora, en México se lo hacen por 4. Las grandes empresas aprendieron rápido las cuentas y llevan años cerrando sus plantas estadounidenses para trasladarlas al sur de la frontera.
Hasta ahora, los políticos habían optado por dejar morir poco a poco esos núcleos industriales. No se puede hacer mucho, decían, ante una tendencia global marcada por la ley del mercado. Pero entonces llegó Trump y cambió la estrategia.
El magnate se dio cuenta de algo que Hillary Clinton y los demócratas no supieron ver: puede que estos estados industriales hayan perdido todo su poder económico, pero mantienen intacta su fuerza política. Ohio, por ejemplo, sigue teniendo 18 votos electorales, muy por encima de la media nacional y suficiente para decidir por sí solo el inquilino de la Casa Blanca. Trump comprendió que ganarse a estos obreros tradicionalmente demócratas sería clave, así que diseñó su campaña en torno a una promesa: castigar a las empresas que se vayan fuera del país.
Aun así, el mensaje caló entre los votantes de clase obrera. ¿Por qué? ¿Es que acaso son unos ingenuos? ¿Incultos, quizá?
Esas palabras sonaron a música celestial en el cinturón de óxido: Ohio, Pensilvania, Míchigan, Iowa y Wisconsin pasaron de apoyar a Obama en 2012 a entregarse con fervor a Trump en las últimas elecciones. Decenas de miles de obreros, la base sobre la que se sustenta el Partido Demócrata, se volvieron republicanos. Ese cambio electoral acabó decidiendo la presidencia.
Trump no aclaró durante su campaña cómo iba a evitar esa fuga de empresas, ni en qué consistiría ese castigo a las que intentaran largarse. Aun así, el mensaje caló entre los votantes de clase obrera. ¿Por qué? ¿Es que acaso son unos ingenuos? ¿Incultos, quizá?
La respuesta nos la da John, un líder sindical e izquierdista de toda la vida al que conocimos en Indianápolis. Está a punto de quedarse en la calle porque la fábrica donde trabaja se larga a México. Nos reconoció, dolido y casi avergonzado, que votó a Trump. Pero dice que no se arrepiente: “Puede que sus promesas sean humo pero… ¿qué tenemos que perder?”
Ahí está la clave del éxito de Trump entre los más pobres: ¿qué tiene que perder alguien que ha perdido su trabajo y que ve cómo las fábricas de su condado van cayendo una tras otra?
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Esta misma lógica explica la otra gran contradicción que ha dejado el terremoto Trump: el aumento del voto republicano entre negros y latinos. Puede que Trump haya ofendido a estas dos comunidades como pocos lo han hecho hasta ahora pero, por encima de su raza u origen, muchos de estos votantes son trabajadores que temen por sus empleos… o que directamente los han perdido. Y, como hemos podido comprobar a lo largo de nuestra ruta, el pan suele ir antes que los principios.