A la pronta edad de 11 años, Carmen entendió que por dentro era una chica, pero se calló. Nunca lo exteriorizó y aquel niño que empezaba a convertirse en hombre no era más que un extraño para ella: "Me ponía los vestidos de mi hermana cuando ella no estaba en casa".
Carmen lo tenía claro desde muy joven pero optó por no hablar. Se conformó con vivir su verdadera identidad a ratos; mientras con la falsa se casaba, tenía hijos, estudiaba y hacía carrera... Sin embargo, la ansiedad nunca cesó y a los 54 años se lo confesó todo a un psicólogo.
Carmen se liberó en ese momento. Se decidió a dar su gran salto mortal: cambiar a aquel Germán inexpresivo por una Carmen exuberante, risueña, inquieta. Para ello, tuvo que pasar el trauma de contárselo a su esposa, que nunca apoyó el cambio de Carmen, y a sus hijos, que lo apoyaron a medias.
Ahora, Carmen vive sóla. Sus hijos aún no la conocen como Carmen y, a pesar del dolor de tenerlos lejos y de la revolución que supuso su cambio en su trabajo, reconoce que haberse atrevido es su gran triunfo. Carmen lucha por quienes, como ella, se han lanzado pero se estrellan con la burocracia; por eso pide en la Asamblea de Madrid una ley que haga la vida más fácil a los transexuales.