Treinta años después, hay quien no supera el suicidio de Kurt Cobain. Asumirlo sería, quizá, asumir el final de su propia juventud; la que transcurrió a principios de los 90 escuchando una banda, Nirvana, nacida en una ciudad tan lluviosa como aburrida, Seattle, de la que su ilustre vecino heredó sus nubes.
La caída del Muro de Berlín en 1989 y la Guerra del Golfo en 1990 sumían al mundo en un nuevo orden mundial. Y ahí, en medio de todo, una juventud se sintió sola y desamparada. Oculto bajo capas de ropa ancha y desgastada, Cobain fue la voz del grunge y de toda una generación que en la soledad de sus cuartos sintió que alguien los entendía por fin.
Y esa fue su perdición. El chico que odiaba el éxito acabó fichando por una multinacional y vendiendo más de 70 millones de copias de sus solo tres álbumes de estudio ('Bleach', 'Nevermind' e 'In Utero'). Su cara, estampada en camisetas de todo el mundo. Sus letras, veneradas como una biblia.
Dice que compró una pistola, pero optó por las drogas. Fumador de marihuana desde adolescente, también le dio a la heroína, y en marzo de 1994 trató de suicidarse con pastillas. Un mes después, se pegó un tiro. Incapaces de asumirlo, sus fans culparon a su mujer. Algo perdimos aquel 5 de abril de 1994 que todavía seguimos buscando.